‘- ¿Te cuento un secreto?
– Dime…
– ¡Burp!
Ángel se rió.
– ¡Pilaaaar, que desagradable eres!
Pero en realidad no lo era. Ella continuó con la misma broma durante 58 maravillosos años. Siempre era un secreto, pero nunca lo era, y me encantaba.
Por eso, no dejo de preguntarme por qué.
Por qué en su último día conmigo, mientras agarraba su mano en la camilla de un hospital demasiado familiar, me volvió a preguntar si quería saber un secreto con la misma sonrisa que la primera vez.
Por qué, debido a su débil voz, me incliné hacia ella para escuchar por última vez su «secreto».
Por qué ella giró su cabeza hacia mi y me lo dijo, por última vez:
– Puto anormal.
Y se fue.
Todos los buenos momentos que habíamos tenido se me pasaron por la cabeza como si yo también fuese a morir en aquel instante. Intenté seguir con mi vida, pero cada vez que la rutina la traía a mi cabeza comenzaba a plantearme cada recuerdo. ¿Y si en realidad odiaba mis bromas? ¿O los domingos en el parque? ¿O nuestro museo de torreznos con forma de famoso?
3 años y muchas pastillas después me encontraba, con nuestro único hijo a mi lado, en su mismo lugar. Literalmente. Habitación 328 en la 4º planta del Hospital La Mucca. Y sigo preguntándome por qué.
Tal vez él lo supiera. Lo que nunca supo son las últimas palabras de su madre. Un secreto que no creí quise desvelar, hasta hoy.
…
Podría haber gritado más.
Podría haberme esforzado en que mi último aliento hacia mi hijo se pareciera más a los primeros, y así no se habría tenido que acercar a escuchar mis palabras.
No habría agarrado mi mano tan fuerte.
No le habría visto aguantarse las lágrimas.
Y no se habría apoyado sobre el cable de mi respirador.
Puto anormal.