CABEZA DE VENADO
LUIS TROUGHTON LUQUE | COOPERSON

Al abrir el portátil, Alejandro Villaverde pinchó por última vez en la carpeta del juicio por robo cuya vista oral se reanudaría en breve. En su dilatada experiencia como abogado penalista nunca había tenido esa sensación de vacío que suele quedar cuando se tiene la convicción de que alguien es inocente.
El caso actual estaba dando demasiado que hablar por lo mediático del mismo, ya que no se trataba de un robo cualquiera, sino de un hecho que no ocurría desde hacía más de un siglo. El robo de una pintura de incalculable valor no pasaba todos los días. Abrió la subcarpeta que contenía la foto del cuadro robado. Leyó de nuevo la breve historia de mismo, adquirido por herencia de su padre, el VII marqués de Casa Torre, lo donó al museo de El prado en 1975. El óleo era la cabeza de un venado que contemplaba con ojos profundos al observador. Los críticos estaban de acuerdo en que pertenecía al genial pintor español Diego Velázquez, pintado entre 1626 y 1634.
Se detuvo en la siguiente foto, el marco continuaba en su sitio, pero el óleo había sido cortado a lo largo de todo el perímetro con una cuchilla de afeitar; observó la misma en la siguiente imagen, se trataba de una hoja de las antiguas, para introducirla en una maquinilla, dos floretes se cruzaban en el centro de ésta. Después de fijarse en la fina hoja y sus detalles, cerró la carpeta y plegó el portátil.
Pensó en la última conversación que tuvo con su cliente, el infeliz era un pobre guardia de seguridad del turno de noche, las pruebas existentes en su contra eran irrefutables, aunque él siempre se declaró inocente.
Un montón de testigos ya habían desfilado delante del jurado, incluido el director del museo, el jefe de seguridad, los informáticos, una restauradora y un detective privado contratado por el museo para realizar un informe contundente sobre las pruebas que condenaban a su cliente.
Antes de entrar de nuevo en la sala de audiencias pasó un instante por el servicio de caballeros. Mientras se enjuagaba la cara y se secaba con un trozo de papel, observó que a su lado se encontraba el estirado y pedante director del museo. Parecía que acababa de afeitarse, se estaba limpiando la cara de algunos restos de espuma. Lo saludó con sequedad y altanería y se dirigió hacia la sala.
Alejandro se acercó a la papelera situada bajo el lavabo donde acababa de estar el flamante director. Un impulso irrefrenable le hizo buscar entre los desperdicios del cesto y, tras sacar algunos trozos arrugados de papel, dio con uno que se encontraba plegado sobre sí mismo. Lo abrió con cuidado y en su interior pudo contemplar la hoja de afeitar que el director del museo acababa de utilizar y desechar, dos floretes cruzados entre sí remataban la misma.
Una sonrisa cruzó el rostro del letrado, el director del museo tendría que volver a declarar ante el tribunal.
FIN