Cae la noche y el frío invade mi cuerpo. Todo está borroso. ¿Vendrá alguien a ayudarme? Un ruido sordo repiquetea en mis oidos. Mi cuerpo entumecido trata, en vano, de entrar en calor Estoy desconcertado. Me siento traicionado. No debería haber aceptado el caso. Pero aquella seductora mujer me engatusó para meterme de lleno, con la falsa y remota esperanza de tener un affaire con ella si todo salía a pedir de boca. Pero el caso se complicó de tal manera que ya no sabia quién era el héroe y quién el delincuente. «No te metas cuando haya una pelirroja y un cadáver por medio» me decía a mi mismo, pero mi atracción por aquella criatura me hizo perder la cabeza y quizá algo más… «Si necesitas mi ayuda, silba» me decía sensualmente, «Sólo tienes que juntar los labios y soplar». Me hubiera dejado cortar un dedo por uno besar aquella boca. Pero era la frase de una película. Eso me tenía que haber pistas sobre lo falsa que era. Pero me di cuenta demasiado tarde. O quizá me engañe a mi mismo, creyéndome mis propias fantasías. Los detectives privados no somos tan glamurosos en la vida real. La gente piensa que es una vida emocionante, pero pasas más horas dentro de un coche, apestando a sudor y con ardor de estómago por esa maldita quinta taza de café, que persiguiendo al malhechor a acostándote con aquella diosa de pelo rizado. Peor aún, hoy día acabarían denunciándote por acoso. Al fin, vienen los refuerzos. Las luces azules relampaguean en las fachadas mientras que las estridentes sirenas se oyen cada vez más cerca. El ruido aumenta, pero lo sigo escuchando en la lejania. La detonación ha debido dejarme sordo. Ahora todos a mi alrededor me miran alertados, me preguntan con palabras vacías, sin sentido. Me hablan como si yo no estuvieran delante. Varón, de unos 40 años, complexión media. Herida de bala en el abdomen con orificio de entrada. La bala ha quedado dentro. Ha perdido mucha sangre. Y ahí me quedo. Petrificado. Caso sin resolver. La pelirroja tendrá que seducir a otro si quiere averiguar quién