Un vaso roto, calderilla y un charco de sangre fue lo que encontró el tío de Bruna en la contrabarra del «BAR CALIXTO» nada más llegar a las 7:00 de la mañana para retomar su ronda de limpia después de haber pasado más de seis meses sin aparecer por allí debido a aquel renglón aciago y torcido del que ya nadie quería acordarae porque o bien el miedo se había instalado en sus cogotes o porque tal vez la pereza y el desinterés tampoco tenían escape en sus vidas despobladas de toda soltura. Así que todo el mundo, vecinas y vecinos, tenderos y tenderas, policías y policías, gamberros y gamberras, todos, todas, se dijo, después de esta turbia mañana en Domingo de Pascua, van a creer sin excepciones que quién sino yo podría ser el culpable lógico de esta última desgracia decaída. El último en llegar, el casi olvidado. El de más allá de los confines del universo mismo.
Y sin embargo solo el tío de Bruna, solamente él, y ahora tú, además, al fin, sabes el porqué y el porquién han sido derramadas estas tripas y pústulas descarnadas de la condición humana.
De modo que tranquilo y con la conciencia limpia nutriéndose de la inevitabilidad domada, el tio de Bruna descolgó el viejo teléfono que había en la pared tras la caja registradora, aún abierta y descompuesta, marcó aquel número que jamás pensó fuera a rondarle los ojos tan pronto, tan pero ya, y dijo para sí, persignándose apaciguado antes que saltara la voz casi robótica, casi alien, al otro lado del hilo: Virgencita, ayúdame.