Carmín y terciopelo.
Beatriz Chaves Vázquez | Rebecca Pearson

La escena del crimen se extendía ante los confines de mis ojos, y el cuerpo de aquella joven era la actriz principal. Lo más estremecedor era que, a pocos metros de él, había una copa de vino, ya casi vacía. Una marca de carmín mancillaba su aparentemente limpia apariencia; su tono parecía intentar encajar con el de los restos de la bebida que había consumido apenas unas horas atrás. Dichos restos de pintalabios eran también uno de los pocos “testigos” de lo acontecido, como si quisiera recordarnos que aquella mujer desconocida y carente de identidad alguna había sido una vez alguien, hace no mucho tiempo.

El suelo estaba manchado con su sangre, al igual que su vestido negro y largo, de terciopelo. Aquello parecía un cuadro: si lo mirabas lo suficiente, tenías la sensación de que todo (la sangre, el pintalabios, el vino…) intentase crear una armónica y macabra composición cromática, quizás dejándonos una pista sobre la pasión que expresan estas tonalidades. A lo mejor se trataba, pues, de un crimen pasional: un amor “a escondidas” que no pudo dejar de serlo, otra infidelidad más. Es posible que esta joven fuera “la otra mujer”, o que, incluso, fuese “la esposa fiel”, que ignora las andanzas de su marido y que atribuye su distanciamiento emocional a la excesiva carga diaria de trabajo.

Cabía, por ende, la posibilidad de que nunca averiguásemos quién era ella o qué le había sucedido; el hecho de que esta realidad fuese algo perfectamente factible magullaba todos y cada uno de mis huesos, y que trastocaba, sin piedad, los límites de mi decencia.

Ansiaba devolverle su nombre y sus apellidos, contar su historia. Trece horas tardamos en encontrar su cuerpo, y trece días (con sus respectivas noches) en averiguar quién era; durante todo ese tiempo, hubo una pregunta que se escribía constantemente en mi cabeza, para atreverse solo a desvanecerse tímidamente al rozar mis labios: ¿quién eres, joven y hermosa desconocida?