Estaba encantado con mi nueva silla; nunca jamás me había sentado en una tan cómoda.
Lástima que estuviera de manos y pies atado a ella, con la presión de las ligaduras, el golpe que alguien me había dado en la cabeza y el sicario que sobre mi frente sostenía una Glock de nueve milímetros.
Un “clic”, una ligera presión de su dedo índice… y ¡Adiós muy buenas!
Mi nombre es Andreu Papanatus, detective… Bueno, detective y lo que surja, tengo que ganarme la vida como sea porque todo está, pero que muy mal.
La semana pasada enterré a mis padres, un camión cargado de planchas les pasó por encima. Si yo no arreglaba este asunto pronto, me reuniría en breve con ellos.
Afortunadamente, el de la Glock era ese tipo de matarife que disfruta dando explicaciones de; por qué te va a matar, cómo va a gozar mientras lo hace, y lo idiota que he sido por dejarme capturar, ¡y claro!, todas esas cosas llevan un tiempo, un tiempo que usé para aflojarme las ligaduras de mis muñecas…
Cuando el muy payaso, todavía estaba repasando su historia para darme con ella en los hocicos antes de “apiolarme”, me levanté de repente y le casqué un puñetazo en la garganta… cayó al suelo tratando de disparar para darme “matarile” … Yo viajaba ya por el aire con la silla amarrada a mis tobillos, suspendido justo en su vertical. En la caída, una pata le atrapó la mano con la que sostenía la pistola y otra se le metió por el ojo hasta el puto cerebro.
Debía de ser rápido… me liberé de las ataduras de los tobillos, cogí el arma, corrí hacia la puerta y me oculté tras ella. Oí como se apresuraban a llegar a la sala varios esbirros que estaban tomando algo a mi costa en la cocina… al primero en entrar le puse la pipa en el careto y le pegué un “buchante” en plena cara. Dos más aparecieron empujando al del rostro ensangrentado, uno paró en seco con mi bolígrafo de 4 colores clavado en el estómago echando bilis por las narices… al otro le partí el peroné, chillaba como un cerdo… pisé su cuello con un golpe seco, dejó cinco o seis dientes en el suelo, se cagó encima y terminó de respirar con un resoplido de búfalo enfermo.
Ahora, el silencio.
Estos cabrones habían entrado en mi casa y me querían joder bien jodido. Les registré a fondo, no llevaban documentación, ni móvil, ni ninguna tarjeta, ¡nada!… El del ojo atravesado me hacía guiños involuntarios como para decirme algo… en su bolsillo encontré una foto con mi jeta.
¡Joder! ¿que querrían estos tíos?… ¿sería algún ajuste de cuentas por alguien al que yo había eliminado?…
Descolgué el teléfono y marqué a Julio, el de la carnicería de abajo.
—Tengo cuatro terneros; ¿te interesan?
—Voy— y colgó
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