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Ahí seguía, encima de la mesa. A partir de entonces, esa foto formaría parte de mi vida durante largo tiempo.
Había algo en la expresión de sus ojos que se me quedó clavado en mi mente. Esos ojos abiertos, sorprendidos, como si hubieran visto un fantasma. Brillaban con una luz propia de la que no conseguía liberarme. Tenia que averiguar más.
Decidí buscar el dosier. Pero no encontré mucho. Alguna foto, un perfil sin nada especial, que parecía de psicópata clínico, y un video. Decidí visionarlo antes de leer cualquier otra cosa y anotar todo. Me gustaba empezar con una hoja en blanco, sin influencias externas de cualquier otra índole. Después lo juntaría, como un puzzle.
Ya en el video, lo que más me llamo la atención fue la mirada del sospechoso: serena, manteniendo el contacto visual con el agente, contestando brevemente. Sin embargo, parecía completamente aislado del mundo, sin distraerse con los que entraban o salían. A veces solicitaba aclaración sobre preguntas complejas. Si alguna no era específica, mostraba dificultad en contestar. Se le mostraron imágenes de la víctima y su cara no expresó reacción alguna.
Repasé mis apuntes una y otra vez. Nada señalaba una persona peligrosa, por mucho que me hubiera fijado en cada escena y diálogo.
Al día siguiente solicité una entrevista con el sospechoso. Mi superior se sorprendió, sin gustarle nada la idea y me dijo que era inútil volver a profundizar en el caso. Aún así, usé mi habitual insistencia, y conseguí que finalmente lo pensase.
2
Sonó la alarma: 6:00h
Estoy agotada. Hoy es un día importante y necesito centrarme. Intuyo que daré en el clavo. Han pasado casi tres meses y por fin me han autorizado la entrevista. Esta mañana tendré las respuestas que necesito.
Según lo acordado, la entrevista es en casa del sospechoso, menor de edad. Me abre la madre y me acompaña al salón, donde me espera un chico sentado en la mesa. Le saludo y me siento. Me observa atentamente, de modo tranquilo.
“Vamos a empezar… ¿Cuál era tu relación con Celia?”, le pregunto.
“Estábamos en la misma clase. Me llamaba loco”, respondió Pablo sin mostrar el más mínimo rictus.
“¿Y qué hacías cuando decía eso?”
“Nada”.
“¿Cómo te hizo sentir?”
“Se lo conté a la profesora. Le amonestó. Pero a Celia no la perdoné… Y no la perdono.”
“¿Entonces le hiciste daño, Pablo?”
“Llamar loco a alguien es hacer daño. Y ella me ha hecho daño a mí.” Esta vez su mirada me penetró profundamente.
“¿Sabes que le ha podido pasar a Celia?”
“No. ¿Usted lo sabe?”, alega exhibiendo suma indiferencia.
“No. ¿Pero saber que se le han hecho heridas en el cuerpo como te hace sentir?”, inquiero.
“A mi no me ha pasado. No me lo puedo imaginar”, contesta impasible y sin ninguna empatía.
La entrevista acabó ahí. Ya sabía cual iba a ser el siguiente paso y como ayudaría a Pablo. Todavía quedaba mucho trabajo por hacer.