Caso inconcluso
Beatriz Moreno-Cervera Ramírez | Tis

Aquel era el caso más importante de su trayectoria como detective, el más complicado, al que más horas de trabajo había dedicado, el único que aún no había logrado cerrar con éxito.

Su cliente era un hombre meticuloso que no se conformaba con vanos indicios o meras suposiciones. No, su cliente quería certezas absolutas, pruebas irrefutables que no admitieran posibles coartadas ni subterfugios y, por experiencia, él sabía mejor que nadie que muy pocas cosas pueden demostrarse de ese modo, sin cabida de duda, sin una posibilidad de error. A sus otros clientes no parecía importarles que así fuera, pero este era diferente y, si bien era cierto que nunca le había pagado ni un solo céntimo de sus honorarios, se sentía en deuda con él, compartían una larga historia de complicidades y no quería defraudarle.

En cuanto al asunto en cuestión, había resuelto casos muy parecidos en el pasado, mucho más enrevesados incluso, y aún seguía resolviéndolos, pero por algún motivo, este se le resistía. La historia era la de siempre, la intriga más vieja del mundo, el cliché detectivesco por antonomasia: la supuesta infidelidad de una mujer bellísima mantenida a lo largo del tiempo con varios hombres distintos, la mayoría jóvenes o guapos o, al menos, de aspecto interesante.

Él no era quién para juzgar la vida de nadie, su trabajo consistía simplemente en recoger evidencias y entregarlas, pero cuando miraba de cerca a su cliente o le escuchaba hablar, no culpaba del todo a aquella mujer. El individuo no destacaba por su atractivo ni, a simple vista, por ninguna otra cualidad especial. Así y todo, parecía bueno y, desde luego, estaba completamente loco por ella. No había más que fijarse en cómo brillaban sus ojos al mencionarla o en cómo se le quebraba la voz al expresar su temor a que aquellos presuntos amoríos fueran ciertos.

Estaba loco por ella, y cómo no estarlo. Al fin y al cabo, era preciosa, morena de piel y de cabello, de ojos verdes y mirada profunda, con un cuerpo hecho para el pecado, y, uno de los motivos por los que todavía no había logrado reunir las evidencias que la inculpaban, era que, al observarla a través del objetivo de su cámara, se quedaba sin aliento, con el corazón detenido y la garganta seca, paralizado ante la contemplación de su belleza y su traición, incapaz de apretar el disparador y tomar una fotografía que probara lo que veían sus ojos. Y sin evidencia no había adulterio ni deshonor.

La conocía bien. Aquella misma mujer a la que acechaba desde hacía tiempo en busca de pruebas acusadoras era la misma que a menudo llegaba tarde a casa con cualquier excusa, se acercaba hasta su oído para susurrarle a media voz “¿cómo estás, cariño?” y le preguntaba con interés por su día y los nuevos avances en aquel viejo caso pendiente.

Él la miraba entonces fijamente, sonreía y solía contestar: “cada día estoy más convencido de que me moriré sin resolverlo”