‘- ¡Sargento Luzón! –me llamó el comisario, mientras se atusaba el bigote, asomando la cabeza por la puerta de su despacho.
Estaba en compañía de un joven, alto y delgado, con unos ojos azul claro que sugerían cierto candor.
– Le presento al teniente Martínez. Es el nuevo jefe de homicidios. Teniente, el sargento Luzón, nuestro activo más veterano, -añadió señalándome.
Tras la escueta presentación, el comisario, nos encargó la investigación de un crimen cometido en la calle Brasil. El muerto era Raúl Gómez, alias “Sietemachos”, un viejo conocido. Delincuente habitual, había pasado varias veces por comisaría, y había cumplido dos cortas condenas.
Yendo al lugar de los hechos, me fijé en la nariz, larga y estrecha del teniente, y en sus labios finos, apretados en un gesto de obstinación, mientras le recitaba el historial del finado.
– “Sietemachos” vivía del menudeo de estupefacientes, de ahí sus arrestos. Pero era un tipo muy peligroso. Hace tres años fue absuelto en un juicio por violación, gracias a la intimidación y confusión de la víctima por parte de su abogado, y a una coartada falsa a todas luces. Y hace un mes, unos niños jugando, encontraron a su mujer, Amparo, medio muerta, en una antigua fábrica de lejía; fue detenido e interrogado, pero también tenía coartada. Su mujer aún está en el hospital. Es ese tipo de basura que está mejor muerto que vivo.
– ¡Todos los crímenes son execrables, sargento! Y nuestra misión es encontrar a su asesino y llevarlo a juicio.
Un romántico, el teniente. De los que, como yo también antaño, creíamos en conceptos tan nobles como volubles y prostituidos; justicia, deber, ley, orden. Ahora, cerca del retiro, solo creo en lo que puedo ver y tocar.
El escenario del crimen era un muladar, de envases de comida preparada, y latas de cerveza vacía. El cadáver, tumbado en la cama decúbito supino, tenía un balazo, que le entraba por la nariz, y le salía por el parietal. En su cabeza calva, los sesos formaban un grotesco clavel.
En el registro, encontramos un revolver, varios sobres de cocaína, y 6.500 €. No encontramos ni la bala ni el casquillo. La puerta no había sido forzada. Veremos que dicen el forense y la científica.
El teniente todavía no lo sabe, pero este va a ser su primer caso no resuelto.
Ya estuve en este piso, alertado por los vecinos, que denunciaron golpes y gritos. Olí el miedo de Amparo, mientras ella, temblorosa, con una falsa sonrisa, tachaba a los vecinos de exagerados, y él, detrás, apoyándole una mano en el hombro, dueño, vigilante, asentía. Todavía me sonroja mi impotencia para ayudarla.
Pero lo peor, fue su llanto manso y desesperado al volver del coma inducido, en el hospital, después de la paliza. Su desolación al volver de la dulce nada al infierno. Me prometí, le prometí, cogiendo las llaves de su bolso, que ya no habría más miedo, ni más palizas.