Conocí la felicidad en forma de teletrabajo total cuando me trasladé a Málaga. Fue durante la pandemia. El sueño duró hasta que mi director, el ogro, exigió que volviéramos a calentar las sillas. No se da cuenta de que los programadores rendimos más en casa. Creo que tiene miedo a estar solo en la oficina y necesita vernos la cara. Un buen jefe sabe perfectamente quién trabaja y quién no, sin necesidad de presencia. El problema es su mediocridad. Patético.
Canceló el teletrabajo y regresé a Madrid hace meses en contra de mi voluntad. Nos obligó a asistir tres días a la oficina cada semana. La realidad es que nunca coincidimos todos y vamos a la empresa a teletrabajar presencialmente. Absurdo. Pero volví al redil. No me arriesgué a levantar la voz. Nunca me atrevo a nada.
Esta mañana en la oficina me han recibido con las habituales sonrisas falsas. Un asco. Se me revuelve el estómago cada vez que voy. Madrugar me sienta fatal. Y el atasco.
Cuando ha llegado la policía sobre las doce, la gente se ha sobresaltado. Aunque nos han pedido que siguiéramos trabajando, nadie lo ha hecho. Todos pendientes de dos policías uniformados y uno de paisano, sin duda el que mandaba. Han dado una vuelta de reconocimiento y han entrado al despacho del ogro a registrar todo. Los acompañaba el gerente, mano derecha del ogro. Se le notaba afligido.
El santuario del ogro mancillado. Inaudito. Las pocas veces que he pisado su morada ha sido para sufrir un infierno de voces. Modos de capataz de finca rancio en una empresa que presume de innovación. Vomitivo.
Durante el registro ha aparecido el director de recursos humanos. Un petardo cuyo único mérito es ser marido de la directora de marketing. La empresa española.
Han ido llamando a varias personas. Cerraban la puerta y les hacían preguntas con semblantes serios. Me ha llegado el turno de los últimos. He entrado tranquilo. Se han interesado por el último correo electrónico que intercambiamos. Una pregunta sobre un proyecto, nada relevante. Han obviado contarme que el ogro llevaba sin aparecer por la empresa una semana. Yo no he preguntado.
Mientras salía del despacho, me he fijado en una foto del ogro con un ministro. Ambos muy sonrientes.
Ya en mi mesa he pensado que nunca le había visto sonreír. Ni siquiera cuando le conté el último chiste de su vida. Uno sobre directores. «¿Qué es peor que seis directores colgados de un árbol? Un director colgado de seis árboles». Es muy bueno, pero no lo pilló. Me retó gritando que no me atrevería. Las voces no escondían su miedo. Yo también pensé que no se atrevería a quitarme el teletrabajo. Quise creer que la felicidad había venido para quedarse, pero el ogro destrozó mi sueño. Exigió que le soltara mientras vociferaba que no entendía nada. Le expliqué que era fácil: él me había jodido la vida. Yo no iba a ser menos.
Y por primera vez, me atreví a algo.