Llegamos a la una de la madrugada y todo estaba ardiendo. Un edificio en llamas. Preguntamos a los sospechosos habituales y, como siempre, nadie había visto nada. Nadie. Nadie sabía. Nadie quería saber. Nadie. Los bomberos hacían todo lo que podían y, según nos decían, empezaban a tenerlo todo controlado. En poco tiempo, dijeron, podréis entrar. No había prisa. Mejor hacer las cosas bien que rápidamente. Alguien pasó a nuestro lado y no dijo nada. Tuvimos la sensación de que tenía algo que decirnos pero fue darnos cuenta y había desaparecido. Mi compañero y yo nos miramos. Teníamos que encontrarlo, decían los años pateando calles en algunos de los peores barrios de la ciudad. Así lo hicimos. No tuvimos que esperar mucho. Estaba en una de las calles paralelas, fumando. Qué locura, dijo, todo arde. Todo arde hasta convertirse en polvo. Se acercó a mi compañero y le susurró algo al oído. Mi compañero perdió su sonrisa y me dijo: rápido, tenemos que volver. Es posible que encontremos un cadáver dentro. Apenas tardamos unos minutos y los bomberos nos dijeron que sí, podéis entrar pero con cuidado. Y sí, el maldito bastardo tenía razón, había un cadáver: era el amor, que se había calcinado hasta hacerse cenizas.