Las paredes de la casa, sucias de sangre. El ojo de Saulo, sobre la mesa de la cocina, arrancado de la cuenca; el policía que me acompañaba vomitó al verlo. Es su primer caso, apenas salió de la academia. ¿Por qué lo mandarían conmigo?
Entro al dormitorio con los forenses; fotografían la cocaína, el billete de veinte dólares sobre la alfombra, mancillado también por el rojo indigno de la sangre, la posición decúbito dorsal del cuerpo de Saulo sobre la cama, con la aureola escarlata empapando las sábanas alrededor de su cabeza. El disparo le había volado los sesos. Mi joven y nuevo compañero comentó que hallaba la escena “demasiado teatral”. Que solo faltaba un letrero que dijese: “venganza narco”. Le pregunté cuántos casos como este había resuelto. Enrojeció, miró a otro lado. No me reí, pero sí lo hicieron los forenses. Yo no podía: no hubiese sido apropiado. Conocí a Saulo mucho tiempo atrás.
Fue durante los buenos años, cuando trabajábamos juntos. Siempre parecía deducir las cosas más rápido que yo. Dedujo, por ejemplo, que podíamos ganar mucho más dinero si mirábamos hacia otro lado en ciertas ocasiones, si soltábamos de vez en cuando un oportuno aviso a la persona correcta. Si, por ejemplo, sabíamos que venía una redada, bastaba un subrepticio mensaje a uno de los nuevos amigos para tener cómo pagar la escuela de nuestros hijos. Si uno de los capos del barrio necesitaba que algún día falle un operativo de vigilancia para que cierto pájaro pueda volar, nos encargábamos también: hacíamos lo que podíamos.
Miramos otras habitaciones mientras acordonan el área, fuera de la casa. Los tópicos usuales están en las conversaciones, ajuste de cuentas, narcos, sadismo. Le pregunté al nuevo. A ver, dime: ¿por qué sacarle el ojo? Me contestó que eso convertía el crimen en algo personal. Que era más que un mensaje de intimidación: era una reacción pasional. Me pareció bien y se lo dije. Agregué que los sicarios gélidos e inmutables también pueden sentir placer al torturar. Algún otro le explicó que Saulo fue dado de baja algunos años atrás por un problema de cobros de cupos que nunca se aclaró del todo. Que era un extorsionador; sus víctimas eran los narcos. No podía durar.
Pero duró unos años. Hasta que uno de nuestros clientes amenazó con delatarnos. Saulo se encargó de él. Luego, uno de sus hermanos lo fotografió cuando fue a recoger un pago. Lo denunciaron, le dieron de baja; él nunca me mencionó.
Cuando salgo al pasillo alfombrado, veo algo que llama mi atención. Siempre me fijo en los detalles. El largo cabello rubio era muy visible sobre el oscuro tejido de la alfombra. Lo recojo de inmediato y lo guardo en mi bolsillo. De forma irremediable, pienso en Rebeca, mi esposa. Y estoy más que seguro de que, tomando en cuenta las circunstancias del caso, sabrá apoyar con firmeza la coartada que yo elija.
Entonces, vuelvo a la cocina, y miro largamente el ojo.