CODICIA
Varios miles de euros pueden resultar suficientes para comprar voluntades pre-carias, silencios cómplices con garantías aceptadas, pero Federico, jefe de una unidad de investigación anticorrupción institucional, no vendía su prometedor futuro, su exitoso porvenir en lontananza, por cantidades nimias ante tipos sin escrúpulos que robaban tanto. Descubrió una estructura piramidal de sobornos donde él pretendía encajar supo-niéndose piedra angular sobre la cual descansaban los ilícitos entramados financieros de elementos poderosos.
Avaricia.
En sus años principiantes en el grupo, recién llegado como ascendido investiga-dor de primera clase, y poseyendo unas demostradas dotes para averiguar chanchullos económicos y encontrar pruebas inculpatorias en negocios y transacciones fraudulentas, el responsable de la Brigada de Evasiones Fiscales le comentó, a modo de broma para sondearle,
–Hay colegas avariciosos en nuestra profesión que se pringan por miserias, por un escaso botín, y terminan mal, los pillan enseguida por ambicionar más de la cuenta, se fían de ser más listos que nadie al conocer el percal y piensan que se van a librar. Si un día te entra la tentación de dejar de ser honrado y salpicar la buena conceptuación del Cuerpo y de tus compañeros, formar parte del saco de las manzanas podridas, hazlo a lo grande, piérdete por una buena suma; si te trincan será mala suerte, pero si logras tu objetivo te solucionará la existencia durante mucho tiempo.
Riesgo.
En una investigación bastante complicada Federico involucraba por comisiones y mordidas millonarias a unos constructores y dos intermediarios bien relacionados con reputados políticos a nivel nacional. Lo típico del momento presente. El superior máxi-mo, ante el escandaloso devenir de las evidencias, le recomendó no proseguir con las gestiones y tergiversar lo precedente, remitiendo seguidamente al juez un informe asép-tico donde las principales pruebas obtenidas con mucho esfuerzo y paciencia se perdie-ran en una maraña imposible de desentrañar, puesto que implicaban directamente a una importante autoridad,
–¿Cuánto te llevas? –Le soltó a bocajarro en la soledad del despacho, mirándolo fija-mente, obviando el jerárquico usteo improcedente ahora, intuyéndolo partícipe. El co-misario no se alteró, ni se ofendió, seguro de su poder. Reflexionó unos calculados se-gundos mientras encendía un prohibido cigarro; suponía, a priori, agregar un jugador más a la partida, pero con excelentes cartas. Lo peor: peligroso, sabía demasiado.
–¿Cuánto quieres? –se delató, sereno, doblegando la arrogancia del contrario.
–Cien mil –sin regateos, rotundo –, en metálico, y pido cambio de destino inmediato, me colocas en una embajada sudamericana como asesor y no vuelves a verme el pelo.
–Es excesivo. Hablaré con mis contactos. Me pones en un compromiso muy grande.
–No causaré problemas, borraré todas las actuaciones, tienes mi palabra. Espero de ti la misma lealtad.
Perdición.
Aquella noche tampoco miró debajo del coche, descartados los viejos motivos; para la historia quedaron aquellos actos terroristas de una época que no interesa recordar, y consiguió con el fatal atentado el trato oficial de héroe y reconocimiento policial que tanto persiguió en la brevedad de su carrera.
Carpeto Vetónico