El trazo de carmín anaranjado en la taza de café hubiese sido suficiente. No era detective, pero sí camarero con muchos tiros de desertor dados. Nada más verla entrar su lenguaje corporal delató que algo no iba bien, nada bien para ser más exactos.
Lo primero que hizo fue preguntar por el baño; él extendió el índice señalándole la dirección sin decir una sola palabra y haciendo como que retomaba sus quehaceres no dejó de seguirla con disimulo. Al pedirle un café con leche mientras cruzaba la barra la notó inquieta, huidiza y acelerada. Tardó más de la cuenta dentro del descuidado aseo así que el humo de la pequeña taza fue menguando y una capa de nata color café selló la superficie dejando de tener un aspecto apetecible; la penumbra lumínica tampoco acompañaba. Poca gente en el bar a esa hora, a esa y a cualquier otra, poca gente en el bar.
Al volver vertió el sobre de azúcar quedando suspendida en la membrana de nata que terminó cediendo por el peso. Andaba perdida en el minúsculo remolino que la cuchara avivaba con el repetitivo remover de su mano. Más frío todavía, pensó mirándola de reojo. Se lo llevó a la boca, bebió el primer sorbo poniendo cara de asco. Pidió una copa de anís, y otra. Espero que no tengas que conducir, bonita, dijo mientras le servía la tercera. Ella le miró por primera vez directo a los ojos desafiándolo; él, viendo más allá, pudo reconocer el familiar abismo del miedo en su mirada.
Fueron desalojando el bar los tres clientes habituales que antes de una insípida y solitaria cena bajaban a jugar una partida de dominó y un borracho silencioso e inofensivo cuyo hogar era la esquina de la barra. Ella permaneció inmóvil en la banqueta; parecía más tranquila sin clientela, aunque lo normal hubiese sido sentirse más intimidada a solas con un desconocido.
Es hora de irse a casa comentó después de haber limpiado las cuatro mesas y recogido la barra. Pagó y se fue sin despedirse, igual de huidiza pero su andar más anisado. La copita con línea roja fileteada la lavó a mano, la secó y la llevó a la estantería junto con las otras. La taza, con su carmín naranja, la colocó en el circular lavavajillas.
Al día siguiente subió la persiana y casi sin haber llegado todavía a la barra, entraron dos mujeres que, aunque venían de paisanas, se identificaron como policías sacando sus placas. Disimuló su incomodidad. Mostraron una foto robot. Era ella. No preguntó nada por si le aflorase un mínimo atisbo de empatía con la justicia. Nadie por aquí con esos rasgos, agentes, dijo recordando el hondo temor de su mirada que aquel dibujo no recogía.
Envuelto en su invisible halo de prófugo, le puso jabón al lavavajillas, apretó el botón de inicio sin temblarle el dedo y la temperatura del agua hizo desaparecer el carmín de la taza.