Cómplice
Raúl Clavero Blázquez | Awoo

Lo mató el veinticuatro de diciembre. De madrugada. Me despertó un ruido breve, seco e inconfundible, tanto que, aunque yo estaba medio dormido y hasta entonces no había escuchado nada similar, supe identificarlo de inmediato como el sonido que hace un cuerpo muy pesado al caer sobre una alfombra. A continuación, oí una serie rápida de lamentos, que llegaban del salón espesados por el eco del pasillo. Por algún motivo, quizá por sueño, quizá por una suerte de ingenua confianza infantil, tuve la certeza repentina de que por fin iba a ver en persona a Santa Claus y me levanté de un salto, pero lo que no esperaba era encontrármelo así, tumbado boca abajo, junto al árbol, sobre un charco de sangre. Era enorme, tan grande como papá.
-Se abalanzó sobre mí… – dijo mi madre, temblando. En su mano derecha todavía empuñaba el cuchillo con en el que estaba deshuesando el pavo para la comida de Navidad. Después de unos segundos de silencio, lo soltó, cogió aire y me convirtió en su cómplice, sin preguntarme siquiera si deseaba serlo, dirigiéndose a mí con una firmeza que me sobrecogió más si cabe que el cadáver que tenía ante mis ojos.
-Debemos deshacernos del cuerpo, trae unas mantas – ordenó, apagando la luz.

Nos costó horrores darle la vuelta para envolverlo. De cerca, su barba parecía más corta y oscura, y su uniforme se alejaba bastante del color rojo. Mamá le había tapado el rostro con un fular anudado en el cuello, no sé muy bien por qué, imagino que para no verle los ojos de nuevo y quitarle así una capa de realidad a todo el asunto.

Ayudados por una carretilla, lo llevamos hasta el jeep y cerca ya del amanecer, lo enterramos en lo más profundo del bosque.

Desde ese mismo instante la culpa se apoderó de mí. Quién sabe a cuantos niños de todo el mundo habríamos dejado sin regalos, pensé, y lo peor es que si alguien se enteraba no sólo nos encerrarían si no que pasaríamos a ser considerados los peores villanos de la historia de la humanidad. En los meses siguientes, perdí varios kilos de peso, y apenas conseguía dormir. A mi madre, sin embargo, se la veía feliz, como si nada hubiera ocurrido. No comprendía cómo había logrado pasar página tan rápido. Yo no paraba de imaginar a la policía entrando en nuestra casa, poniéndonos de rodillas, diciéndonos nuestros derechos. Tan obsesionado estaba con la idea de la detención, que no podía pensar en nada más, y tardé mucho tiempo en darme cuenta de que a papá no lo veíamos desde la Nochebuena.

En primavera la sonrisa de Laura comenzó a borrar el niño que había en mí.

En verano aprendí a nadar. El agua me calmaba, me hacía pensar en que no había nada por lo que preocuparse.

En otoño cambié de colegio.

En invierno volvieron las dudas.

Mi padre regresó a casa esa Navidad. Santa Claus, sin embargo, no.