Mi amigo Luismi acababa de romper con su novio y, con el alma herida, ese hombre es un peligro público. Es capaz de convencerte de que eres Beyoncé (aunque el espejo y los vídeos del día siguiente digan lo contrario). Te saca de la cama y te arrastra a una discoteca llena de niños que podrían ser tus hijos (o tus nietos) y te hace creer que la falda que compraste con dieciocho años aún te sienta genial y que, sin las gafas que te dan el poder de la visión, estás mucho más guapa.
Así que allí estábamos: una Beyoncé mental, Luismi y una nueva amiga suya que bebía chupitos a una velocidad que desafiaba todas las leyes de la física.
Serían las cuatro de la mañana, cuando Luismi y su amiga se colaron en un reservado de la zona VIP. Yo me sentía la abuela con trasplante de cadera que persigue a sus nietos por el parque.
Según entramos al reservado, Luismi pegó un grito de emoción:
– ¡Pero qué cojines más monísimos! ¡Es que van perfectos con mi salón!
Empezaron a bromear con llevárselos: se los metían debajo de la camiseta y fingían embarazos, o en el culo y bailaban twerk…
Muy gracioso, hasta que, de pronto, los veo correr hacia la puerta mientras se ríen y me gritan que coja to también un cojín. Me pudo la presión: lo cogí sin pensar y salí corriendo, desafiando las costuras de mi falda adolescente y replanteándome todo lo que estoy haciendo mal en esta vida.
Conseguí llegar a la calle antes que el fallo cardiovascular y al fin respiré cuando vi el coche de Luismi en la puerta. Me abalancé sobre el asiento trasero mientras vigilaba que nadie me viera.
– ¡¡Pero arranca ya, imbécil!! – grité. Y arrancó.
En cuanto perdimos de vista la discoteca, me fijé con más detenimiento: esa nuca que conducía no se parecía a la de Luismi. Y la verdad es que el coche tampoco mucho.
Por un segundo pensé que me iban a raptar por un cojín estampado. Ojalá me hubieran raptado.
Era un compañero de trabajo, con el que a penas había cruzado palabra, y que esperaba a su hijo, de edad seguramente más acorde a la circunstancia.
Amablemente me dejó en casa sin hacer muchas preguntas, aunque no creo que tomemos café juntos en la oficina en un futuro próximo.
Cuando llegué a mi portal, vi a Luismi y a la amiga de los chupitos riéndose y llamando a todos los telefonillos. Salí con todo el enfado que cabía en mí (y en ese modelito talla 36) y les lancé el cojín a la cabeza gritando diversos improperios. Se callaron un segundo pero volvieron a reírse con más ganas todavía al recoger el cojín del suelo.
Y es que resulta que me había jugado la libertad, un desnudo integral en mitad de Madrid, que mis vecinos me abran los grifos y todo rastro de dignidad personal y profesional, por un reposabrazos. Con velcro y todo.