La incipiente noche diáfana repunta a cerrada. La luna se ha olvidado de salir, las estrellas tampoco han hecho acto de presencia. La lluvia empieza a caer con excesiva vehemencia.
La inspectora Ramírez se agarra al volante con fuerza. Apenas ve algo un palmo más allá de sus narices. Las pulsaciones se desbocan desaforadas. Una punzada en el medio del pecho le hace retorcerse en el asiento. El miedo le sabe a hiel. Sus piernas no responden. Golpes imprudentes sobre el acelerador la impulsan desacertada hacia adelante. Las sombras que generan las gotas de agua sobre el cristal le nublan cada vez más la vista. Sus sonidos metálicos resuenan en su alma. Le agarrotan la sístole y diástole. Le falta el aire. Su corazón vomita asperezas desde que le dieron el aviso. Se atemoriza. No deja de pensar en lo que se va a encontrar. Cada escenario es distinto. Pero siempre, cruel y despiadado. Imagina alternativas sin poder controlar sus impulsos. Se tapa la boca con la mano para evitar desmoronarse. Una mísera lágrima furtiva se desploma por su mejilla. Reacciona. Apenas se cruza con gente por las calles ahogadas, ciénagas despiadadas que lo engullen todo.
Son las cuatro de la mañana. Se le hacen las tantas cada vez que su hija sale de fiesta con las amigas. La espera hasta que llega y le propina un repaso militar. Si no es así, no se queda tranquila. Esta noche todavía no ha regresado. Tras la llamada de rigor, salió disparada por exigencias de su cargo. Requiere de orden en su vida. Ahora, disipado entre circunstancias aleatorias, no lo encuentra. El desasosiego huele a muerte en descomposición, materia orgánica podrida. Ese olor penetra por sus fosas nasales y le provocan enormes arcadas. Inoportunos presentimientos la invaden. Insistentes.
El coche se zarandea al saltar el bordillo de la acera. Lo introduce en el parque. Alrededor, la oscuridad preside el momento. Pisa las hojas esparcidas por todas partes y los charcos llenos por la incesante lluvia. Cerca, las luces azules de las sirenas marcan el lugar de los hechos, intensas y cadentes. Estaciona el vehículo en medio del estrecho caminito que se adentra expectante. Las ramas de los árboles bailan entrecruzas al ritmo del viento alocado que impone exigente la tormenta. Abre la puerta. Al descender, le flaquean las piernas. Por poco se cae al suelo. Su compañero la espera a unos metros del suceso. La cara desencajada y calado hasta los huesos. No dice nada, ni siquiera hace ademán de impedirle el paso.
A los pies de una enorme acacia, la víctima yace tumbada boca arriba, salpicada por el agua y el barro. Ningún rastro de sangre. Los ojos cerrados, la sonrisa tranquila, apacible incluso. Parece dormida. Una rosa roja en la mano derecha apoyada en el pecho por encima de su corazón, frío y atorado. Una adolescente que es casi una niña. Su niña.