CORONA DE ESPINAS
TAMARA ACOSTA DIAZ | LUNATICA

Sentado en el banco de cemento, no puedo evitar que mi vista se deslice hasta el muro custodiado por ese alambre de espino, el encargado de repetirnos, una y otra vez, que es imposible intentar escapar. Es la metáfora perfecta de cómo es la vida aquí; sobreviviendo mientras tu corazón va llenándose poco a poco de espinas. Un grito me devuelve a la realidad y me doy cuenta de que mi cigarrillo se ha consumido. Me levanto y arrastro los pies de forma cansada. Vuelvo a mi habitáculo, donde me espera un colchón mugriento y poco más. Mirando al techo, me recuerdo como alguien con un corazón noble, incapaz de hacer daño a nadie. Pero este lugar me ha cambiado. Hablan de reinserción, de cómo un criminal puede rehabilitarse y volver a la sociedad. Pero, ¿qué pasa en el caso contrario? ¿Qué pasa cuando a un inocente se le encierra aquí? Que se vuelve un criminal, porque es la única manera de sobrevivir. Si te pegan, tú pegas más fuerte. Si intentan apuñalarte, apuñalas tú primero. Diez años después de que me acusaran por una violación que jamás cometí, el juez ha dictaminado esta misma mañana mi puesta en libertad por cumplimiento íntegro de condena. Esta semana será la última que observe el muro y sus espinas desde dentro.

Cinco meses después

Agazapado detrás del árbol, observo el alambre de espino que descansa en el suelo. A pesar de ser un lugar de poco tránsito, siempre acaba pasando alguien, solo hay que tener paciencia. Veo a lo lejos un coche que se acerca. Escucho con satisfacción el pinchazo de las ruedas al encontrarse con ese obstáculo inesperado. Una joven se baja del coche maldiciendo.

Transcurren cuatro horas hasta que encuentran el cuerpo, esta vez ha sido rápido. Me mantengo a una distancia prudencial. A lo lejos, diviso los destellos azules de los cuerpos de seguridad que nada más llegar acordonan la zona. El cuerpo descansa en la orilla del lago, desprovisto de toda dignidad. Se la ve desvalida, vestida únicamente con el alambrado de púas que rodea su cuerpo sangrante. Escucho la voz de la inspectora: «¡Necesitamos plena protección de la escena del crimen! Quiero a todo el mundo peinando la zona. ¡Y máximo respeto a la cadena de custodia, no quiero ni un error!».
La científica comienza con la inspección ocular, haciendo fotos a todo aquello que pudiese servir de prueba. Todavía hay rigor mortis, por lo que el médico forense dictamina que la chica lleva pocas horas muerta. El juez de guardia certifica la defunción para luego proceder al levantamiento del cadáver. Observo la escena con mucha atención y me fijo en el precioso cabello rubio de la víctima y en la corona de espinas que adorna su cabeza, como la de Jesucristo, el hijo del mismo Dios que me abandonó, haciéndome pagar por un delito que no había cometido. Desde mi escondite sonrío satisfecho y pienso que esta sí es la verdadera justicia.