Apodado en el gremio como “El Costurero”, tejía su vida remendando todo tipo de asuntos y desenmarañando con pericia las problemáticas madejas que le presentaban. Enhebrando técnica y experiencia, desarrollaba su labor con la destreza y pulcritud que caracteriza a los auténticos profesionales. No daba puntada sin hilo: lo bordaba.
Cuando vio que el nuevo encargo no venía de un zurcidor cualquiera sino del tipo que realmente movía los hilos, supo que aquello no sería coser y cantar, sino que había tela que cortar. De su cajón de sastre extrajo lápiz, papel y regla, dispuesto a diseñar un patrón específico a la medida del asunto. Esta vez, tendría que hilar fino para no dejar ningún fleco suelto.
Con una extraña sensación en el pecho salió a la calle, provisto de una vieja lata con los utensilios necesarios en su interior. Cuando llegó a la dirección señalada, la noche ya había rasgado las costuras del día, oscureciendo el cielo con un patchwork de estrellas. Calcetando las posibilidades de que aquel traje saliese a medida, giró el pomo y entró entretejiendo un suspiro. Aunque en el local no cabía ni un alfiler, por fortuna no tardó en divisar a su cliente, un hombre trajeado con clase. Acercándose con cautela, extrajo las tijeras y elevándolas a la altura de la yugular asestó una única embestida, que esperó fuese el punto de cruz definitivo para su víctima.
“¡Vaya tela!”, pensó ovillado en el suelo como un trapo, mientras los disparos silbaban a su alrededor. Fue un desastre: “El Costurero” –que no fue modisto– acabó cosido a balas.
“Siempre hay un roto para un descosido”, dijo el investigador al verlo hecho jirones.