Me despertó el golpe de la ventana contra la pared. El viento entró con furia a remover el silencio. Mis ojos aún llenos de tierra, ardían y creaban borrosas imágenes. Supe que estaba sentada frente al comedor cuando, intentando ubicarme con el tacto, tumbé un plato lleno de sopa fría. Con los dedos temerosos agarré un vaso con agua, que aún estaba puesto, y me la regué entera en mis ojos. Apenas los pude abrir, vi a Fabiola, la lora, tirada encima de la mesa, al animal le habían cortado su pico, seguro para que no hablara, y sus alas nadaban encima de un charco de sangre.
Aterrorizada, me paré con un grito que se tornó más intenso cuando tropecé con el cuerpo de Antonio, mi esposo. Tirado en el suelo, con una puñalada en su pecho, parecía que aún sostenía su mirada en el infinito. Grité. Grité. Me llevé las manos a mi cara y entonces olí la sangre seca que tenía en ellas.
De una patada Raque, nuestra vecina, tumbó la puerta.
-¡Has matao’ a Toño!- gritó.
Primero, caí de rodillas sin entender qué había pasado. Las personas del pueblo empezaron a reunirse alrededor de la casa y una feria de murmullos se confundían con el sonido del mar. Hacía calor, mucho calor, tanto que el cadáver de mi marido aún sudaba. Luego, con titubeantes pasos, salí de nuestra casa que parecía una ranchería en medio de la tierra quebrada, y un camino lleno de cigarrillos y botellas de cervezas vacías se volvía más angosto. La gente me miraba como una asesina y yo sin menor reparo, casi que afirmaba sus suposiciones.
Para nadie era un secreto que últimamente Antonio y yo saltábamos de una discusión a otra y en algún momento de la noche, borracha, le había dicho que ojalá se muriera y se fuera con los dioses de los infiernos. ¿Pero sería yo la asesina? ¿En qué momento?
Volví a caer rendida, de rodillas y nadie se atrevía a acercarse, a darme un abrazo, a preguntarme qué había pasado, solo los murmullos pasaban de un lado a otro hasta envolverme.
-Tú párate de ahí, mujer- me dijo Gerardo, el compadre de Toño.
Recuerdo que la noche anterior habíamos estado juntos en una pelea de gallos y el de Gerardo había matado al de mi marido. En medio de los tragos, hasta apostaron por un beso mío, que aún no recuerdo si di.
Detrás de Gerardo, se posó su gallo y en medio de tanta incertidumbre, vi que el animal tenía en sus patas algunas plumas verdes, como las de mi lora.
-Gerardo, cuando Toño y tú fueron a acostarme, ¿te quedaste otro rato en mi casa? -¿dónde estaba tu gallo en ese momento?- le pregunto.