COSAS QUE PASAN
ALFONSO NIÑO DIEZ DE BALDEÓN | Hallenbeck

Las cosas jamás ocurren de forma espontánea. Siempre hay una premisa, una historia, unos hechos que desembocan en el momento culminante, el clímax.
Margaret Lippitop no acostumbraba a atravesar la calle Altman-Gould, atestada de gente de manera habitual. Era la primera vez que entraba en la tienda del señor Spitteri y admiraba su famoso mostacho. También fue la última.
Margaret vivía una época terrible. Era el resultado de un divorcio áspero, con pocas palabras agradables, mucha ropa sucia y un acuerdo a punto de firmarse. La abogada que Margaret contrató tenía tarifas desmesuradas, un genio imposible y un porcentaje de casos favorables inmaculado. El de Felipe no se quedaba atrás, pero tenía un defecto: parecía buena persona.
De este modo, habían terminado cientos de reproches mutuos. Ella era desordenada, egoísta, pretendía que el mundo girase a su alrededor. Para compensar, él, a veces, resbalaba y caía encima de alguna secretaría con ambición y poca ética. Solía caerse desnudo, por cierto.
Todo empezó en aquella calle, y allí terminó. Margaret había seguido en un taxi al chófer de su marido. Era raro que fuera a buscarle a las dos de la tarde. Felipe, persona de costumbres, a esa hora comía y daba una ligera cabezada. Todo en la manzana de su lujoso despacho. Que rompiera su rutina era extraño. Verle bajar del portal dieciocho sin corbata no era tranquilizador. Que desde la ventana del tercer piso le dijera adiós Sabine McDaisy fue el tiro definitivo. Habían sido amigas desde el club de damas. Luego se distanciaron y, meses antes, se habían vuelto a encontrar debido a negocios comunes entre sus maridos. Por lo visto, no era lo único.
La segunda vez que los vio, entendió el escarnio. Una avenida bulliciosa, a la vista de cualquiera que quisiera prestar atención.
Los platos volaron en casa y un par de jarrones carísimos se hicieron añicos.
Un mes después, los abogados acabaron su trabajo y Felipe le propuso por teléfono zanjar todo: tenía asuntos que tratar y, ya que ella tenía prisa por firmar los papeles del divorcio, quedarían en una pequeña tienda café que había en la calle Altman-Gould. Margaret asumió de qué asuntos se trataba y aceptó.
Al entrar, el ominoso bigote del señor Spitteri la invitó a pasar a una salita más privada. Tomó asiento y buscó el documento en su bolso. Sorbió su te, repasó que todo estuviera en orden y… cayó en que la niña que acompañaba al propietario en las fotos le resultaba familiar.
Para cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, yacía inmóvil en el suelo de la tienda. Sabine y su padre se le acercaron mientras intentaba, en vano, encontrar aire. Ella se llevó el documento y desapareció antes de que la ambulancia llegase tras el aviso, tardío, del tendero.
Sabine abandonó al pobre McDaisy y «empezó» una relación, meses después, con el desconsolado viudo Felipe Lippitop. Margaret había fallecido en extrañas circunstancias, dejándole como único heredero. Qué afortunada casualidad para la nueva pareja.