¡Alguien dijo una vez que terminaría mal! Pues aquí tenéis la respuesta, esto acaba mal. Hasta tú, Geraldine, creíste que algo me pasaría. No dejaste de aconsejarme. Lo hacías cada vez que entraba en tu cama, desordenaba tus sábanas o salía de ellas, exponiendo mis carnes enrojecidas de tanto roce. En esos instantes, eras la que llevaba la «voz cantante» y la prostituta era yo. Era de risa, pero tú lo convertías en placer. Cientos de veces me dijiste que no girara en la Plaza de la Catedral, que eso me obligaría a coger el penumbroso callejón de Tejadillo. Estabas clara cuando me repetiste una y otra vez, que ese lugar los gamberros lo mantenían convenientemente apagado para ocultar sus fechorías. Sabías que no había farolas que duraran más de un par de semanas. Fuiste tú, la que pronosticaste que la oscuridad se prestaba para la desgracia. Y así ha sido. Aquí me tienes, tirada encima de estos helados adoquines mugrientos, tiñéndolos con mi propia sangre. Si estuvieras aquí, las náuseas te sobrevendrían hasta el desmayo. Te recuerdo muy poca cosa cuando curabas alguna de mis heridas, ocasionadas por el maltratador de turno. Todo lo que batallabas entre mis piernas, se convertía en flojera cuando aparecía la más mínima gota de sangre. Aquí me tienes, recibiendo cuchilladas de este imbécil, que ni tú misma podrías adivinar quién es. Si estuvieras en este momento a mi lado, le meterías los dedos en los ojos hasta sacarlos de sus cuencas. No dejarías que me abriera el abdomen de esta manera. Lucharías con él hasta devolverle cada uno de sus apuñalamientos y dejarlo tirado sobre sus huevos cercenados, mientras le escupías una y otra vez. Así eres tú. No he podido verle la cara, por lo tanto no puedo decirte ni quién es. Te preguntarás si es un cliente, el Marqués de la avenida del Puerto o alguno de sus empleados. No podría decirte a ciencia cierta. Todo está muy oscuro, tal como lo presagiaste. No puedo tan siquiera adivinar su identidad, así que te quedarás con la duda. A mí, eso ya no me importa. No tienes idea cómo duele lo que este desgraciado esta haciendo con mi cuerpo. He perdido la cuenta de sus puñaladas, tampoco tengo fuerza en las manos para seguirme apretando el cuello, en el vano empeño de contener el sangrado. ¡Si tú vieses cómo lo tengo! El mismo cuello que te gustaba besar cuando reposabas desnuda sobre mis pechos y te erizabas del roce de mis encaracolados vellos en tu pubis. Te digo que ya no puedo más, dejaré que mis manos cedan a lo inevitable. No siento mi cuerpo, aunque puedo oler el sudor de la bestia acabando con mis adentros. Todo gira a mi alrededor en un medio de un mareo tan intenso que siento que floto. Fueron los últimos pensamientos en tono epistolar de Susana, antes de sucumbir exangüe a la hemorragia. El maleficio se había cumplido.