Hay niños que sueñan con ser futbolistas, notarios o tertulianos de concursos de Telecinco.
Con tener un negocio propio y un coche caro. Un deporte y un pueblo.
Matías no. Él tenia claro que sería un asesino, pero no uno cualquiera, vamos hombre.
Él haría historia. Sus crímenes serían perfectos. Se convertiría en la pesadilla de forenses y criminólogos.
Su vida transcurrió sin sobresaltos. Ternura, hermanos, abuelos y padres normales y entregados.
Buena educación y posición social. Pero a Matías le dio igual. Lo vio como un reto del destino.
¡¿Obstáculos a él?! ¡¿A Matías?! Vamos hombre.
Sabía cuál era su destino y se entregó a él desde que tuvo posibilidad.
Su infancia y adolescencia las pasó metido en el videoclub del barrio, ayudando a Rogelio, el dueño, a ordenar estanterías y a hacer inventario. No lo hizo para tener un sueldo sino para meterse entre pecho y espalda películas que le convirtieran en el ser más frío, calculador y letal posible. Mucho cine coreano, sueco y finlandés le dejaron la mirada torva y un modo de hablar lacónico.
Compaginó la sesión continua con clases de espada medieval y de afilador. Su padre se sorprendió al enterarse de que esas cosas se enseñaran. Tampoco entendía qué podían tener en común esas técnicas que llamaran la atención de su hijo.
“La defensa y la autogestión” -le respondió Matías tan pancho.
Su padre sintió un escalofrío, no una señal de gozo, al ver a su hijo tan seguro de sí mismo como un ministro en plena rueda de prensa. Desde entonces, prefirió no preguntar a qué dedicaba el tiempo libre.
Matías siguió a lo suyo. Trabajó en varias pescaderías, en el tanatorio, en el servicio de recogida de basuras, en una tienda de congelados, en otra de revelado fotográfico, como recepcionista de una clínica de análisis clínicos. Ah! Y se sacó una licencia de taxi, porque siempre viene bien.
Otra de las decisiones que tomó en su día fue no tener amigos ni teléfono ni un hogar. Mantener su habitación en la casa familiar le resultaba cómodo, barato y le ofrecía permanentes coartadas.
Se preocupó muy mucho de tener un físico normal, puro camuflaje, y una forma de vestir que no levantaba ninguna sospecha. De hecho, cuando se compraba ropa le consideraban un dependiente más y en vez de atenderle le preguntaban por tallas y colores concretos de varias prendas.
El número de personas que asesinó fue monstruoso. Empezó matando a poquitos para no empacharse y cogerle asco, pero luego no paró. Se pasaba el día descuartizando, trasladando y horneando cadáveres.
Al ver que no relacionaban los crímenes y que no le cogían, Matías empezó a sentir una desazón que no le dejaba vivir.
Así que como colofón a su andadura, decidió obrar el mejor crimen de todos. El suyo.