Críos
Mariana Salgado | Mar Salado

Dio un portazo que casi rompe la puerta del coche y se dirigió a la cabaña bostezando.
—Buenos días, detective Morales. —La saludaban todos los policías y forenses que estaban dentro y fuera de la casa. Los flashes de sus cámaras de fotos iluminaban más que el sol que estaba despertando. —Qué ojeras —le dijo su colega.
—Demasiado temprano para un crimen —continuó ella—. ¿Quién avisó?
—Un vecino, su perro entró por la mañana por el olor a sangre y el hombre, al venirlo a buscar, se encontró con esta linda escena —le dijo señalando el cuerpo de un chico de apenas unos veinte y tantos que yacía en el piso en un enorme charco rojo.
Ella se agachó para verlo más de cerca, era tan joven que podría haber sido su hijo.
—¿Causa de la muerte?
—Corte en el cuello, una lesión vascular hizo que tuviera una hemorragia interna y una obstrucción de las vías respiratorias —le respondió su compañero—. El que lo mató quiso hacerlo sufrir, murió asfixiado por su propia sangre.
Morales tragó saliva.
—Según el forense, el corte fue hecho por alguien profesional, sabía dónde hacerlo, puede que sea un cazador o un militar.
—¿Alguna pista de quién podría ser? ¿Enemigos, rivales, alguien que lo amenazara? — preguntó y se incorporó.
—Según el vecino, el chaval tenía antecedentes de violencia doméstica y abuso sexual; quizá, el padre de alguna de las chicas. En fin, una lacra menos en el mundo.
Otro policía se les acercó para decirles que no había huellas de otra persona y ningún rastro del arma homicida. —Solo encontramos esto —dijo dejándole una pulsera en la mano de la detective.
—Perfecto, me la llevaré para analizarla. Si hay algo más me avisas —terminó de decirle a su compañero y se retiró de la escena.
Se fue en su coche, pero antes de llegar a comisaría, hizo una parada por su casa. Suspiró profundo antes de salir. Entró y vio a su hija mirando la televisión, poniéndose hielo en su ojo morado. Intentó no quejarse de su costilla al acomodarse en el sofá, pero su mueca no la pudo evitar. —Los calmantes, hija —le recordó su madre y ella asintió. Fue a su habitación y verificó que el cuchillo siguiera detrás del cuadro de cuando su pequeña era una niña. Se veía hermosa.
Pero en algún momento tendría que cambiar esa ubicación.
Antes de despedirse, le dejó la pulsera.
—Creí que la había perdido.
Su mamá le dio un beso en la cabeza y se fue hacia la puerta.
—¡Mamá! Gracias.
—Nada —contestó sonriendo.
Caminando hacia su coche se le ocurrieron mil excusas por la falta de la pulsera. De todas formas, las pistas solían perderse todo el tiempo.