CRISTALINO
Laura Demaría Rodríguez | Leo Guirao

No lo quise ver.
Al principio no.
Creí no haber sido yo la que estuvo allí, en tantos sitios, a distintas horas y días, hablando, moviéndome de una manera extraña pero segura, como deben de hacerlo las marionetas.

Dicen que el cuerpo se protege por inercia cuando presiente un golpe.

Durante los últimos meses, he rebobinado las horas que hemos pasado juntos.
He hecho este ejercicio de ojos abiertos una y otra vez. De ir hacia atrás para verme proyectada y entender qué estaba pasando, como si saltara a la comba o me persiguiera a mí misma (como si eso fuera posible) hasta decir “pillada”.

He vuelto hasta que me he reconocido -siendo otra- y te he reconocido. Tal y como eres.

Cuando nacemos tardamos tiempo en descubrir los colores, en dejar que se fije el de nuestros propios ojos. Empezamos viendo con un tono acuoso, como de leche. Tenemos una mirada, un cristalino, sin formar.

Puede que dentro de nosotros, a pesar de cumplir años, de crecer y ganar tallas, de conquistar palabras, algo quede frágil, pendiendo de un hilo hecho de esa misma leche. Hasta que se producen las condiciones para ver de verdad.

Eso sentí cuando llegó el momento. Cuando las cosas no fueron blancas o negras, sino moradas, amarillas y verdes.
El arcoíris de la piel golpeada luchando por volver al tono neutro.
El sabor metálico de la sangre, tan de hierro como el frío y el miedo.

Tu actitud siempre fue cambiante. Nunca sabía cómo te iba a encontrar. Pensé que esa incertidumbre fue lo que me atrajo de ti. Qué locura.

Luego llegaron las risas cuando me veías llegar con algo nuevo. La ira si me pintaba los labios y me dejaba el pelo suelto. La violencia si me ponía una falda o una camiseta escotada. El caos si no contestaba a tus mensajes o no te mandaba fotos, o no te decía con quién estaba. Dónde y cuándo iba a volver. Si nos veríamos o si me quedaría a dormir en tu casa. Demasiadas condicionales para alguien que negaba al por mayor, sin avisar. Con contundencia.

Me costó denunciarte la primera vez.
Vendrías a por mí al salir del calabozo. No me equivoqué.
Me partiste un par de dientes y tres costillas. No me dolió. Ya no.
Necesité cinco denuncias más y siete años para conseguir la dichosa orden de alejamiento que no cambió nada.

Me destrozaste el coche, quemaste la entrada de mi casa, intentaste desfigurarme.
Es un resumen corto. No me gusta recrearme en el dolor.

Cada vez estabas más cerca. De eso se trataba. De que te confiaras.
Fue tal la paliza que me diste en plena calle que perdí el conocimiento no sé por cuánto tiempo.

Pensaste que había muerto. Te hice pensar que me habías matado por fin.
Lo grabé todo. Cuando supe que vendrías a por mí llamé a la policía.
Al ver la patrulla, recuerdo abrir los ojos y decirte: “pillado”.