Cuando el cluedo se hace realidad
José Ignacio Alonso González | Seven Seconds

El dado caía rodando por el suelo, ocultándose debajo del sofá del salón.
El Señor Black había muerto en extrañas circunstancias y todos los allí presentes se miraban intentando descubrir al asesino, o disimulando, aparentando que ellos no tenían nada que ver. Cada uno jugaba sus cartas lo mejor que podía.
Todos se desplazaban en grupo por las distintas salas del viejo caserón. Nadie, salvo el asesino, quería estar solo temiendo ser la siguiente víctima.

La noche había despertado al grupo con el grito de Celeste. Ante ellos el dueño de la mansión aparecía sentado en la escalera, parecía que se había quedado allí dormido, pero que tuviera la lengua fuera y los ojos abiertos no era una buena señal.
Las marcas en el suelo indicaban que había sido arrastrado hasta allá.
De cada uno de los lugares que habían visitado faltaba algo, o no estaba en su lugar: El palo de billar, el candelabro, la tubería de la calefacción, la cuerda de la cortina…
Los siete miraban a Jack, el mayordomo. En todos los asesinatos el mayordomo es el culpable. Él, impertérrito, solo dijo cinco palabras, que a pesar de decirlas en un tono normal resonaron con fuerza por todo el salón.  «¿Los señores desean tomar algo?»
A quien en su sano juicio y estando su señor de cuerpo presente se le ocurre decir que si queremos algo. Pero es lo que tienen los ingleses, es lo que se conoce como la flema inglesa. Los latinos estaríamos llorando por el fallecido y buscando los culpables en el gobierno del país.
Todos pedimos una tila para templar los nervios.

—Venga, Max, deja de darnos la paliza y vuelve a tirar los dados. Al caer en el suelo no vale lo que haya salido.
— Es igual lo que saliera. Son dos dados, hasta con un uno me valdría para llegar a la biblioteca.
El asesino, en este caso, del pobre Sr. Black, lo mató con el cuchillo, en la biblioteca, e incluso os podría decir hasta la hora. El asesino, o asesina, es…
Un disparo acabó con la vida del detective antes de que pudiera terminar la frase.
—¿Qué has hecho?
—Todos somos culpables del asesinato de ese miserable. Es mejor no dejar que este siga con sus investigaciones. 

Jack apareció en la biblioteca con las bebidas. Posó la bandeja en la mesa, estiró sus guantes blancos, su chaqué y sin decir palabra se llevó al fallecido inspector. 
Los seis le observan sin mostrar ningún asombro. Se sientan en las butacas a tomar sus tés, mientras en el exterior del caserón el mayordomo hace un agujero en el jardín para enterrar a la quinta víctima.

El juego vuelve a empezar. El dado rueda por la mesa y termina cayendo al suelo…