Estamos en el restaurante. Hemos acabado de cenar y estamos con las copas. Hacía diez años o más que no nos veíamos. Recordando los tiempos de la niñez y juventud, comenzamos a ponernos al día de los acontecimientos de los últimos años y él coge una servilleta del servilletero. Comienza a doblarla. Durante el proceso me comunica que se ha casado y que tiene un par de hijos. Su mujer es Lara Muca, la inspectora de alimentos del ayuntamiento y él sigue trabajando en su cadena de carnicerías, creadas desde cero y que le producen pingües beneficios. Últimamente está recibiendo reclamaciones por parte de clientes, que le están haciendo perder dinero. Está en pleno proceso de separación y ella quiere quedarse con la custodia de los hijos. A pesar de ello, él no quiere separarse y está haciendo todo lo posible por recuperar su vida. Me enseña la foto de su familia. Su pareja es una mujer de pelo rubio y sus dos hijos han salido a ella, por lo menos en el físico.
Me llaman del trabajo me despido con reticencia y le combino a quedar más adelante. Cuando acudo al lugar el desbarajuste es considerable. Todo está patas arriba. Solo los cuerpos están boca abajo y con la nuca destrozada. Como las otras diez veces. Cinco asesinatos dobles, no todos de parejas algunos eran amigos. En algunos casos había niños pequeños en las habitaciones y por suerte se salvaron de la masacre. Su fijación por las mujeres es evidente y sobre todo el ensañamiento es peor con las mujeres rubias.
Ahí está la marca inconfundible del Carnicero. Así lo llamamos por su modus operandi, acaba con las víctimas de modo similar a como los carniceros acaban con las reses. La marca que deja y que hemos identificado en el escenario de todos los crímenes es una servilleta inmaculada doblada en forma de pájaro. Sé que es Daniel, solo tengo que probarlo.