DE BOCA EN OCA
M. Isabel Meléndez Plumed | Aragona

_ ¡ Eso es !. Un instrumento vivo ¡Bien por Madame ! _dijo Hércules .
Se refería a la «tante» Delfine que pretendía entrar en un taxi con su compañera.Yo, que le había explicado
lo que vi el día anterior, no comprendí gran cosa, aunque no dudaba de que había desentrañado el cómo
y el quién. Desentrañado era un verbo que se ajustaba absolutamente a los hechos como bien supe después.
El problema era el extraño robo de joyas producido durante el rodaje de una película en la côte d’Azur, en la
que yo trabajaba como ayudante de dirección.
La actriz protagonista, Marlène Junôt , de ascendencia francesa, había cosechado innumerables éxitos en Hollywood, pero estaba en decadencia. Había puesto esas joyas como aval para la producción de la película
porque no se resignaba al ocaso en Los Ángeles.
Rodábamos y nos alojábamos en una majestuosa villa de los años veinte en la que había vivido un famoso
escritor americano con su esposa, protagonistas de numerosos escándalos. Rodeada de un jardín de pinos, palmeras y setos de arbustos, daba al Mediterráneo. El límite de la finca con la carretera y los vecinos
estaba recorrido por un muro muy alto para alejar a los curiosos. En la parte alta había una amplia zona
con un lago rodeado de pérgolas. Y en él se paseaba una enorme oca blanca que, por capricho de la actriz,
había sido trasladado desde la finca de sus parientes en la Provence hasta aquí. La tía Delfine se la había
prestado para unas escenas… Y la tía que adoraba a su oca tanto como parecía desconfiar de su sobrina,
venía a menudo a comprobar si era feliz, la oca, se entiende.
Yo iba muchas veces al lago, al atardecer. Me gustaba ver el mar desde lo alto, pero sobre todo me
obsesionaba el blanco animal deslizándose por las aguas. Así que presencié una extraña escena entre la
oca y la tía el día de los hechos. De repente oí un suave silbido y vi como la oca, obedeciendo, acudía
mansamente a la orilla donde Delfine le esperaba. Batió luego las alas y lanzó ese graznido que a ella
le debió parecer un caluroso saludo y a mí me sobresaltó. La tía la abrazó y luego frotaron sus
cabezas durante unos largos minutos.
Al anochecer, con la aparición de la policía, supimos lo del robo. Revisaron cada habitación, peinaron
el recinto con perros y un batallón de policías. Nada. Al cabo apareció Hércules. Yo le expliqué la rara
escena de aquella tarde entre tía y oca.
Subimos al lago. La puerta que, tapada en parte por la hiedra, daba a la carretera principal estaba abierta
y allí mismo, estaba el cuerpo del delito a punto de coger un taxi, con su vientre opulento al que, según
el gran detective Hércules, habría que dar una buena lavativa una vez llegaran a comisaría.