Los trenes son lugares evocadores: aventura, desventura, incertidumbre.
Así ella subió a ese tren, en un estado de desasosiego, y el hombre invisible la siguió.
Ella miraba hacia atrás, pero por más que él estaba a la vista, ella no le veía. Nadie lo veía porque era insulso, intrascencente, alguien a quien no recuerdas después de servirle el café o de que te pregunte la hora.
No sabía por qué recibía esas amenazas. Cierto, que era una política que empezaba a tener nombre, pero no representaba ningún cargo que despertara emociones controvertidas.
«Morirás joven, morirás sin saber por qué, nadie te verá, nadie te matará».
La policía le dijo que hay mucho pirado, mucho «hater», pero que solo son cobardes o insignificantes que quieren un minuto de gloria.
No estaba muy segura, sólo de que hoy tenía la sensación de una presencia agobiante que olfateaba su cuello en busca del calor de la sangre palpitando.
Él se sentó a su lado. Tampoco ella se percató de su presencia entonces. Abrió una revista y hojeó las fotos de moda, intentando pensar en otra cosa, como lo que se podía comprar para el evento en el Reina Sofía.
Cuando el tren llegó a Madrid ella ya estaba muerta. Nadie, en un vagón completo, vio nada, a nadie sospechoso.
Antes de que él le clavara en el corazón un punzón, ella le oyó susurrar: «Te dije entonces, en el instituto, que yo tendría paciencia. Me llamaste «don nadie», me desdeñaste. Te dije que, entonces, serías de nadie, que yo sabía ser paciente».