No es el golpe contra el agua, ni la temperatura. Es el flotar amniótico, esa presión constante ante un mundo ingrávido, la que te despierta. Así, abres los ojos y todo a tu alrededor es difuso. Se te llenan los ojos de unas lágrimas que se funden en el todo húmedo. Mueves la cabeza a derecha, luego a izquierda, intentando comprender qué haces ahí. Se te erizan los pelos del brazo, es una sensación, te sacude una corriente. Entonces, miras hacia abajo y ves unos hilillos que abandonan tu cuerpo. Te vienen a la memoria aquellas láminas que veías de niño en las consultas médicas, con todas las venas que se extendían del corazón a todos los extremos del cuerpo. O aquella otra, en clase de geografía, donde se mostraba el gran arrecife de coral, con sus intrincadas ramificaciones rosadas. Así te ves. Tú, en el centro y unas estrías que se estiran por el agua y que acaban por disolverse, poco a poco. Te escuecen los ojos ahora. Y de manera involuntaria intentas respirar, para cerrar de inmediato la boca, la nariz. Sientes el agua dentro de tu cuerpo. Como si fueras tú también agua. Confundido con ella.
Miras hacia arriba. Te es difícil calcular la distancia, pero te parece que hay varios metros. ¿O es sólo una ilusión? Sientes un mareo, se te congestiona la cara, que late en paz. Los dedos de tu mano están ya rugosos. Muestran sus estrías envejecidas. Al tacto percibes tu rostro cuando lo recorres. Sabes que debes dirigirte a la superficie. Te queda poco aire y la luz se está apagando. Si bien dentro de la piscina los focos están encendidos, de poco te sirven. Vas a nadar, a volar hacia fuera, hacia la noche.
Con gran esfuerzo, empiezas a mover los pies, que parece anclados al fondo. Poco a poco, se agitan y el cuerpo empieza a ascender. Hay una sombra junto al borde de la piscina. Dirías que mira hacia ti. Te ha visto. Una esperanza. Ya estás más cerca, ya casi distingues la figura que te espera. La ves inclinarse hacia ti, la ves estirar la mano. Avanzas la tuya para hacer contacto. Pero, no, te evita y esa mano ajena se hunde en el agua. Se posa sobre tu cabeza. Y se detiene. Y te detiene. Se ha cortado el hilo del tiempo.
¿Qué pasa? ¿Qué es esto?
Con un brusco, frágil movimiento de muñeca te envía de nuevo a las profundidades. Sin capacidad de resistencia ya, te dejas ir. Tu brazo estirado en inútil gesto. Un reflejo. Ahora ya sabes lo que viene. No hay misterio y una tranquilidad repentina te llena, y abres la boca. Y abres la nariz. Y te abres de nuevo. Te dejas invadir.
Has llegado al fondo. Te sientas. Te recuestas. A la espera.
Son hermosas las luces, rojas y azules, titilantes, que giran y giran en la bruma. Y ese sonido ululante, apagado. Y lejano. Cada vez, más lejano.