—De verdad, no hace falta que vengas.
Con el teléfono en altavoz, Louis introducía el cepillo cónico en la boquilla empapada, hedionda. La suciedad era persistente, no iba a ceder así de fácil. Colocó la pieza en el borde del lavabo y preparó el combinado de agua y jabón. Cuando lo tuvo, echó una mirada en el agujero y supo que le harían falta medidas más rigurosas. Volvió a ponerla y buscó en la mochila el frasco de vinagre de manzana, necesario para manchas persistentes y depósitos de cal. Hacía días que no limpiaba el instrumento, de ahí que fuera necesario tanto trajín.
—¿Estás segura?—dijo sin interrumpir la actividad de sus manos.
—Sí, no te preocupes. Veré una película y ya. No me apetece desvelarme, sabes que mañana trabajo.
Sus movimientos se tornaron lentos, mecánicos, y su mirada, aunque fija en el latón, parecía ver otra cosa, otra cosa lejos de ahí.
—Está bien—dijo pausadamente. —De todas formas, haré lo posible por salir antes, ¿vale?
Se despidieron y Louis quedó relegado al sonido de la fricción del cepillo en la cavidad hueca, a la luz mortecina del baño, a los ojos esquivos en el espejo.
Le tomaría cierto tiempo llegar, pero ya estaba en camino. Carter lo iba a matar por marcharse de ese modo, esta vez sí que lo haría. O como mucho lo echaría del grupo. Pero eso no importaba ahora. La calle estaba casi desierta, pero aún le quedaba cierto trecho. Aún así, se le pasó volando. Nuevamente, como en el concierto, sufrió de severos lapsos en los que el tiempo se le pasaba en blanco, y cuando volvía en sí se decía: «Si no me mato yo ahora, me matará Carter después». Se perdía otra vez y de pronto soltaba un «carajo». Dio otra curva. Ya estaba cerca. «Si no me mato yo…», y callaba.
Vaciló por momentos cuando ya se encontraba estacionado, frente a su casa. El ceño fruncido, tembloroso, fue de aquí para allá durante unos minutos, que bien pudieron haber sido cinco como veinte. Se detuvo en el espejo retrovisor. Sufrió un instante de repulsión, de lástima hacia sí mismo. Pero entonces sus ojos se perdieron otra vez, y parecieron estar viendo otra cosa, otra cosa fuera de ahí. De pronto se halló cruzando el portal. Pasó por la cocina y siguió derecho hasta el dormitorio principal. Y surgió otra vez el destello, la luz intensa, tremebunda, que le hizo volver en sí al disolverse para dar paso a la oscuridad del cuarto. Nuevamente sintió sus manos humedecidas. Pero no era nervio, no. Esta vez la humedad tenía una viscosidad diferente. Se reconoció por fin a sí mismo, su cuerpo ingrávido, y debajo de él una figura oscura e inmóvil, y supo que se hallaba solo: no había en toda la casa otra respiración más que la suya, agitada y seca.