Declaración
Ignacio de Zabala González | Glosgow Pérez

Con el cigarro en la mano y una taza de café en la otra el detective observaba con curiosidad fría una comisaría que parecía un nido de avispas. Los detectives lanzaban miradas cargadas de significado a sus compañeros, alrededor de la cafetera había un corro que discutía y debatía silenciosa e intensamente. La razón de todo aquello venía de la madrugada. A eso de las cuatro se había acercado a la comisaría un hombre que había aporreado la puerta, pidiendo a gritos que lo metieran en una celda, que quería confesar. Descalzo, con una camisa gris y machada de barro además de unos vaqueros oscuros y desgastados, se había desmayado nada más entrar. Esto de por sí ya era mas que suficiente para avivar el cotilleo, pero además el guardia apostado aquella noche, el fornido José, había sido mandado a casa. Por varios días. La rumorología entorno al asunto declaraba que había sufrido una especie de ataque nervioso.

Le dió una profunda calada al cigarrillo, se levantó y se dirigió al despacho de su superior mientras sus colegas de profesión le lanzaban miradas de curiosidad. Entró en la sala, un despacho pequeño pero pulcro, con un escritorio de madera oscura y brillante donde se apilaban libros e informes, una foto de la familia, un pequeño trofeo de rugby y una pequeña lámpara sin bombilla. Todo ello bañado por la escasa luz de una ventana que daba a un día de nubes negras. Miguel Rodríguez, su superior, le dirigió una mirada penetrante de ojos verdes, su corpachón estaba erguido en su asiento, ligeramente inclinado hacia delante, con las manos grandes entrelazadas sobre su regazo. Con voz firme y eficiencia le explicó los pormenores del caso; El detenido era Andrés Fernández un joven antropólogo recién salido de la universidad hacia menos de 4 años. Recientemente se conocía que se había asociado con otro individuo, un tal Juan López, que compartía su pasión por el estudio de épocas prehistóricas. En la noche de los hechos la pareja se hallaba en algún lugar del bosque montañoso que rodeaba la pequeña localidad donde vivían, a juzgar por el viejo que dijo haberlos visto salir a pie, dirección norte, a eso de las 9 de la noche. De Juan no se sabía nada desde entonces y Andres había caminado a tientas por el bosque hasta llegar tambaleándose y balbuceando a la comisaría a las 4:16 de la madrugada. Su cometido era tomar declaración del hombre cuando despertara y preguntarle sobre la situación y paradero de su compañero. Le dió las llaves de la celda 17 haciendo un ademán.

Salió del despacho dirigiéndose a la celdas, no había nadie en el largo pasillo. La atmósfera de aquellas salas parecía ir a juego con el cielo negro de ese día y el aire estaba cargado y espeso, no se oía el más mínimo sonido y un pitido molesto empezaba a adueñarse de sus oídos. Abrió la celda 17 y acto seguido se quedo inmóvil. Estaba vacía.