Decolorado
José Luis Malo Pérez | Catarsis

Azul, para mi insidioso jefe.
Amarillo, este mundo inaguantable.
Rojo, por mi violador de la infancia.
Negro, yo misma, mi peor enemiga.
Blanco, por no ser una buena madre.

Los tarros, sus saturados colores, fluían como díscolos ríos por la mesa. Goteaban cadenciosamente en el suelo, como los últimos surcos de sangre de ELLA, muerta en un escorzo imposible entre la silla y las baldosas, ahora rectangulares paletas de pintor derretidas. El cuerpo, aún cálido, era una acuarela de agonía. Los cinco colores no dejaban un poro libre. Su marido, quien acababa de llamar a la policía avisar a la policía, lloraba desconsolado. Incapaz de tocar aquel cuerpo inánime, pero de imagen vivaz y estroboscópica, sujetando aquella nota de suicidio, que le había quitado la vida a ELLA y había despedazado la suya.

«Comisario, García. Homicidios». El frío saludo circuló como una bala invisible por el cuerpo de ÉL. El policía se agachó y se interpuso en esa mirada infinita que había sido el orificio de entrada y de salida de sus palabras. «Señor, me tiene que acompañar, está usted detenido por el asesinato de su mujer». La acusación estrujó los ojos del abatido hombre, giró el cuello como una lechuza y espetó al comisario: «¡Cómo osa semejante crueldad!».

«Mírese sus manos del delito», replicó con suma calma el policía. ÉL obedeció, agachó su cabeza acompasando la apertura de sus manos. En un gesto delator. Pero en sus manos solo había agua. Los policías que habían llegado antes a la vivienda no habían encontrado ningún arma, nada hacía sospechar.

«Un gran truco, señor Martín. Pocos habrían sabido que usted fabricó un arma invisible, imposible de hallar. Si bien ha tenido usted la mala suerte de que soy un habitual de su pinacoteca clandestina. Y me había enamorado de su cuadro ‘Cuchillo de Hielo’. Tiene derecho a guardar silencio…».