La mayoría de las personas no se fijan en los detalles. Él lo sabía bien. Yo, que lo vi todo, no los olvidaré jamás.
Desde pequeño apuntó maneras, tenía carácter y amenazaba como nadie. Aún recuerdo las expresiones de sus primeras víctimas, los dependientes de gasolineras, licorerías y farmacias de la provincia. Si alguno dudó por un segundo de sus intenciones para utilizar ese primer y viejo revolver, no se arriesgó a convertirse en el héroe de la comarca. Cuando fue necesario golpear con la culata lo hizo siempre con estilo y justificó con gracia.
Ser malo no era suficiente para él, lo vi en sus ojos la noche en que pasó a jugar en primera división: De atracar bares de carretera a la cumbre del crimen.
La suerte no avisa: un viejo amigo conoce a alguien que dice ser el tipo que colaboró con la mano derecha de un famoso delincuente que prepara un golpe importante y buscan a alguien que los tenga bien puestos. Su profunda mirada y pocas palabras fueron suficientes para hacerse con el puesto tras la corta y tensa entrevista de trabajo. «Estás dentro», confirmó la leyenda del atraco. Yo, que siempre iba con él, también lo estaba.
A veces las cosas se tuercen, confieso que eso no lo vi venir. No olvidaré los cuatro muertos que dejó en ese banco, tirados en el suelo como un Pollock de cuerpos, casquillos, billetes y sangre.
Tocaba correr delante. Con lo puesto. El polvo del camino me cegó tanto o más que él. A todas horas luces rojas y azules reflejadas en el retrovisor. Dolor de espalda e interminables noches en vela en el asiento del coche de turno. Cada día, comida envasada y fría de supermercado de pueblo sin cámaras delatoras.
Aquella pareja no debió mirarnos así. La foto salió en los informativos. Nos reconocieron y él lo supo al instante. Sus cuerpos alojaron las últimas balas de su automática cromada. Una belleza.
Esos cadáveres hicieron que se estrechase el cerco. Nunca pensé que se dejaría capturar vivo, pero cuando tuvimos cara a cara al inspector que tanto tiempo nos pisó los talones no quiso alegrarle el día. Al final la vida tira mucho.
Conozco el corredor de la muerte tan bien como él, el mono naranja y las bestias que hacen pesas en el patio de la prisión. El día de la ejecución no miró mal a nadie, tal vez resignado, aunque dudo que arrepentido. Lo vi todo y nadie me preguntó jamás. Ahora solo queda pudrirme para siempre en esta bolsa. Pero, ¿qué puedo hacer? Solo soy las gafas de un asesino.