DEMASIADO TARDE
NATALIA JACKSON | NATALIA JACKSON

Después de más de cinco meses de investigación el agente de policía Tomás Méndez sentía que el asesino en serie conocido como el Azteca era un demonio al que jamás se podría detener, una criatura sobrenatural inasible que tenía la capacidad de mimetizarse con la noche y escabullirse en ella como una sombra en la oscuridad. Su modus operandi era invariable: sorprendía a sus víctimas en las afueras de la ciudad, las violaba brutalmente, con saña psicópata, y luego las extraía el corazón palpitante con un técpatl, el cuchillo de obsidiana sagrado. Siempre actuaba de noche y siempre elegía adolescentes pobres del extrarradio, muchas de ellas emigrantes centroeuropeas que mendigaban durante el día por el centro de la ciudad. Tomás Méndez estaba casado, pero desde que le fue asignado este caso se había distanciado de su esposa, ella acabó yéndose. La obsesión se había apoderado de su mente, se dedicaba en cuerpo y alma al caso, sin descanso, con tesón compulsivo, como un enfermo a su hipocondría. Sus compañeros pensaban que el trabajo estaba pasando una alta factura a su equilibrio mental. El comandante decidió apartarle del caso, pero cuando se reunió con él para comunicárselo y aconsejarle que se tomara unas vacaciones, descubrió tal vehemencia en la voluntad del agente, un deseo tan inquebrantable de esclarecer los asesinatos, que finalmente permitió que continuara con la investigación. El agente Tomás tenía una certeza: el Azteca se creía la encarnación de un sacerdote precolombino, y cada vez que ejecutaba a una víctima lo hacía reproduciendo un antiguo ritual y como ofrenda a Tonatiuh, el dios sol, que gracias al corazón ofrecido perpetuaba su recorrido flamante por el firmamento celeste. Cada joven sacrificada significaba el sustento del dios, su necesaria renovación a través de la sangre derramada. Sabedor de esto el agente Tomás comprendió que para apresar al Azteca tendría que pensar como un idólatra, meterse en la piel de un salvaje perpetrador de sacrificios humanos. Las pesquisas apuntaban a que el asesino podría ser un cirujano, tal era la destreza con que realizaba los cortes con que seccionaba el pecho de la víctima. Últimamente Tomás Méndez apenas duerme, se desvela sacudido por horribles pesadillas en las que unos ojos rojos perforan las tinieblas, y en la vigilia febril indaga el silencio de su vacío hogar. Una madrugada de insomnio, pálido, con los ojos vidriosos y las manos agitadas por el temblor, decidió volver al poblado de chabolas en cuyas inmediaciones apareció la última asesinada. Tenía un plan infalible, esta vez cogería al Azteca. Como una sombra rodeó el poblado, al llegar al sendero que conducía a la autopista vislumbró la presencia acechada. Se arrojó al suelo, se ocultó tras unos matorrales, y esperó. De repente se abalanzó sobre la joven. Sabía que pasaría por allí. La golpeó para aturdirla, la penetró desgarrándola. Mientras sacaba el técpatl comprendió que él era el Azteca, el asesino a quien quería arrestar. Como siempre era demasiado tarde para hacerlo. Volvió a huir.