Era ya noche cerrada. Una mujer joven, modestamente vestida, recorría de un lado a otro la calle Huertas, de Madrid, dando muestras indudables de una ansiedad que rayaba la desesperación, con los ojos arrasados en llanto. A toda aquella persona conocida y que, como ella, habitaba en dicha calle, preguntaba con voz angustiosa y entrecortada por los sollozos, que trataba de reprimir inútilmente: – — ¿Ha visto usted, por casualidad, a mi niña, mi Isabelita? — No— respondían uno tras otro los interrogados; agregando algunos de ellos, ya impulsados simplemente por la curiosidad, o conmovidos por el desconsolado aspecto de la desolada madre: — ¿qué le pasa? ¿Le ha sucedido algo?
— Estaba aquí conmigo, a mi lado, hace un momento, solo me he despistado un segundo— contestaba la mujer; y, acto seguido, proseguía, nerviosa, con sus investigaciones, con la mirada perdida en todas partes.
— Seguramente se haya ido sola a casa, son cosas de niños— decían con indiferencia, unos, bien porque en realidad así lo creyeran, o simplemente con el humanitario cívico propósito de tranquilizarla.
— ¿A casa sola? ¡Tiene apenas 5 años! — respondía la madre; — ya conocen ustedes a mi Isabelita, es muy tímida e introvertida; aún no tiene edad para ir sola a ningún lado, siempre va acompañada.
— Hace usted bien, señora— comentaban los menos avisados o más pesimistas. — En Madrid, y con lo que viene sucediendo desde hace algún tiempo, es una verdadera imprudencia dejar, ni por un solo momento, a los niños solos en la calle.
— Cierto, muy cierto— agregaban otros; — rara es la semana que pasa sin que oigamos hablar de niños desaparecidos, es un tema muy serio.
— Ahí tenéis, sin ir más lejos, el que se encontró despedazado, hace diez o doce días, y cuyo pequeño cuerpecito fue abandonado, seguramente, en la vía pública por el hombre del saco, o ‘el momo’, como también lo llaman. Este temible personaje, engendro monstruoso y trágico de la fantasía popular, era, en opinión de las mujeres del pueblo, el autor de todas las desapariciones de niños que, efectivamente, venían ocurriendo en Madrid con escandalosa frecuencia, a ciencia y paciencia de las autoridades, y no había rapto, secuestro ni infanticidio perpetrado por criminales anónimos en los que la imaginación popular no dejase de ver la mano sombría y ensangrentada del hombre del saco, al que, como sucede con todos los fantasmas, todo el mundo nombraba y nadie conocía, por la sencillísima y convincente razón de que no es posible ver ni conocer lo que no existe.
Sea como fuere, las precedentes conversaciones eran, como se comprenderá, de lo menos acertadas para llevar la tranquilidad al ánimo turbado de la madre de Isabelita, la niña tan repentina y misteriosamente desaparecida.
Rendida, al fin, de buscar en balde y sin éxito a su hija, regresó a su casa, abrigando aún la remota y utópica esperanza de encontrar en ella a su pequeña.