DESCANSO ETERNO
Susana Segovia Granero | Susana Segovia

Mi padre solía mantener encendida la chimenea ennegrecida por el hollín. Sobre el viejo hornillo el café se mantenía caliente.
En el pueblo los inviernos eran tranquilos y muy fríos por lo que salíamos poco de casa, ya que las calles empedradas eran resbaladizas después de que cayeran las primeras nevadas. Los domingos teníamos por costumbre ir en familia a misa. Mi hermana y yo no solíamos prestar atención al párroco. Era una lata escuchar siempre lo mismo. Tampoco nos gustaba ir a misa, pero en el pueblo era casi obligado. Olía a incienso, a humedad y el frío se colaba por el resquicio de la puerta.
El último domingo de enero iba a ser diferente ya que algo inesperado perturbó la tranquilidad del pueblo. Esperábamos que diera comienzo la misa, pero el párroco se demoraba. Como siempre nos entreteníamos mirando a la bonita cúpula de la Iglesia y de pronto mi hermana soltó un grito desgarrador. En lo más alto, justo delante del órgano estaba Don Tomás, el cura, con una soga alrededor de su cuello, maniatado y su cuerpo desnudo pendía inerte bajo la sotana. Menudo alboroto se formó. Varias señoras cayeron desplomadas, otros corrían de un lado a otro y mi madre se apresuró a sacarnos de allí. Nosotras salíamos y el alguacil entraba. Era un señor mayor que vestía con un riguroso traje negro, botones de latón y pantalon de tergal que sujetaba con un cinturón de piel cuarteada y ennegrecida. Siempre iba con una vara de mimbre que sujetaba su arqueado cuerpo. El pobre hombre no sabía por dónde tirar.
Llegamos a casa muy nerviosas y sin borrar la imagen de Don Tomás. En la calle había revuelo y desde la ventana podíamos ver como se aproximaba un coche fúnebre, el alcalde, el alguacil y varios guardias municipales. Durante días no se hablaba de ello. La gente tenía miedo y todos desconfiaban de todos. Lo que estaba claro es que a Don Tomás lo habían asesinado, pero la pregunta era porqué, si era un hombre tranquilo y muy generoso. ¿Que podía haber pasado? ¿Por qué?
Pasaron varios meses y tras una investigación y algunos asesinatos de otros curas en poblaciones cercanas, hubo una detención. ¡Sorpresa! Antoñico, un joven discapacitado y monaguillo confesó a su padre que Don Tomás, Don Ricardo y Don Santiago curas de las poblaciones colindantes jugaban con él cuando se quedaban solos. Su padre tomó la justicia por su mano. Después de ello siete muchachos más denunciaron haber sido sometidos a tocamientos por parte de estos curas. Un pueblo tranquilo y precioso rodeado de verdes praderas en las que pastaban las vacas con el buen tiempo, mecidas por el canto de los jilgueros que avistan allí, pasó a situarse en el mapa por un hecho tan horrible.

Victoriano estaba pagando por ello, pero fue él quien dio justicia a tantos chavales y destapó lo que estaba sucediendo. Era urgente hablar sin ambages y acabar con esto, para que el descanso fuera… eterno.