La lluvia caía morada sobre la Facultad de Filosofía y Letras. Se deslizaba por los faros aún encendidos de ambos furgones policiales situados en la entrada principal del edificio, hasta precipitarse y formar un charco de nácar sobre el asfalto. La inspectora se quedó inmóvil observando ese pequeño detalle. Aquello era motivo suficiente para que perdiese contacto con la realidad y comenzara a desarrollar una fantasía, la que surgiese. Por ejemplo, que su compañero, a quien también le habían asignado el caso, estaba deseando verla porque se sentía irresistiblemente atraído por ella.
Logró parar en seco el tentador pensamiento. Iba mejorando.
Varios agentes de la Policía Nacional se ofrecieron a acompañarla.
—Preferiría entrar sola, mi compañero no tardará en llegar.
El silencio de la biblioteca y sus libros la sobrecogieron.
No le costó mucho localizarla. De espaldas, en aquella hilera de mesas solitarias, permanecía sentada una persona. Recostada sobre la mesa de estudio, parecía que se hubiese quedado dormida. Tenía puesta la capucha de su sudadera azul. Los dos brazos colgaban a ambos lados de su cuerpo. De sus muñecas manaba aún algo de sangre.
La potente y agradable voz de Carlos Peñas, su compañero, irrumpió en la sala.
—¡Tercera víctima, Lisa!
—Sí, la relación es innegable. Estudiante de Traducción e Interpretación esta vez. Se llamaba Arantxa y tenía veintiún años.
La inspectora se centró en el rostro de la joven. Sus ojos se mantenían entreabiertos. Vio a la chica bajando del autobús de madrugada. La imaginó entrando en la biblioteca, saludando al bibliotecario, quien apenas habría levantado la vista. La pudo ver eligiendo el mejor sitio donde sentarse, sacando los apuntes que se disponía a estudiar y entonces…
—Me niego a creer que la alarma antiincendios se activase sola, justo en el momento de los hechos—. Carlos la sacó de su ensoñación.
—Estoy contigo, aunque las cámaras no muestran otra cosa —la inspectora suspiró concentrada—. Los forenses están al llegar, pero asumo que esos cortes no se los ha hecho ella. Es la misma forma de proceder que han tenido con las otras dos víctimas.
—Sigo sin descartar la posibilidad de que se trate de una reivindicación conjunta.
—¿Con el consentimiento de las víctimas?, ¿reivindicar hasta el punto de dejarse morir? —añadió incrédula.
Las otras muertes fueron sucediéndose en los meses posteriores, hasta completar un total de siete. Tres chicas y cuatro chicos. Sus cuerpos, hallados en distintos lugares del campus, aparecían como por arte de magia, reclamando una respuesta. Nunca se lograba encontrar un testigo. “Nadie había visto nada”.
Un año después la inspectora lo hablaba con su terapeuta. Podía lidiar con la vergüenza de tener un caso sin resolver a sus espaldas, pero la curiosidad la atormentaba. Las ensoñaciones a las que antes recurría como refugio, habían sido espoleadas por otras en las que se topaba con el asesino. Continuaba sin creer que el séptimo cadáver fuera el de él. No tardó mucho la astuta mente de aquel homicida en darle la razón.