Caminó un par de cuadras y ahí estaba, tal cual lo indicaba el anuncio pegado frente al hostal. De no ser por el típico poste de barbería junto al acceso, le hubiera sido imposible dar con el local. A pesar de que la puerta era vidriada no podía ver el interior, solo mirar su reflejo y su luenga barba que deseaba afeitar, la que acarició por un instante antes de hacer ingreso. Empujó la batiente con timidez, pensando que estaría repleta de parroquianos y no quería esperar. Para su sorpresa se encontraba desocupado a todo el largo y ancho del negocio. Al fondo, bajo una luz tenue vislumbró a un hombre apegado a una butaca, afanado en afilar una navaja. Tuvo la intuición de no ingresar, entonces los aromas a champú, aceites y aftershave lo envolvieron, activaron sus endorfinas y recuperó su confianza; además, no conocía el barrio y este era el único lugar cercano. El sonido de sus pasos retumbaba y el eco regresaba a sus oídos. Los seis metros que lo separaban del barbero, quien giraba el asiento y sacudía un delantal, le parecían misteriosamente eternos.
—Buen día, señor —gesticuló con amabilidad—, tome asiento.
—Buenos días —respondió el cliente quien se acomodó, mientras el barbero le arreglaba la capa —. Necesito arreglar mi bar…
—Lo sé. No se preocupe, está en buenas manos —interrumpió el barbero—, solo recuéstese, cierre los ojos hasta que yo le avise que puede abrirlos.
El cliente fue incapaz de negarse a la invitación o más bien dicho, la imposición del barbero y siguió disciplinadamente las indicaciones.
Apenas cerró los ojos, escuchaba el seseo metálico de una tijera y el peine que desenredaba su cabellera. A medida que el barbero recortaba su pelo, el cliente se fue sumergiendo en un sopor. Se sentía encantado oyendo como la navaja le raspaba, deslizándose bajo su barbilla, sin daño; con decisión. Percibía su barba alivianándose y delineando su rostro, la espuma lo refrescaba y las toallas calientes sobre su cara le generaban una excitante sensación. Unas suaves palmadas le golpeaban ayudando a que la colonia penetrara en los poros. No recordaba haber vivido una vivencia similar, siempre preocupado de su talante; sin embargo, jamás había ingresado a una barbería con estas características, se encontraba gratamente impresionado. Al percibir el suave cepillo con talco que pasaba por su cuello, comprendió que la experiencia estaba llegando a su fin.
—Estamos listos, señor —mientras retiraba el delantal—. ¿Qué le parece?
El cliente horrorizado vio que no tenía barba ni cabello, pero lo más desconcertante fue que no existía rostro. No había nariz ni boca, faltaban sus orejas y también sus ojos.
Sin poder comprender que estaba pasando lanzó un grito desgarrador: ¡Me ha quitado mi identidad!
—En absoluto, señor. Solo lo he despojado de su ego.