Apuró el último trago sin dejar de disparar. El vaso, pegado a la mano derecha. La izquierda, con la Glock a modo de prolongación natural del brazo, vaciaba el cargador a diestro y siniestro en una frenética danza de muerte hasta que no quedó nadie con quien bailar. Sobre la barra del bar descansaba, tumbada, la botella de Rioja, casi vacía. Junto a ella, los desorbitados ojos del barman lo miraban sin acertar a comprender lo que estaba ocurriendo. No le había dado tiempo a hacerlo. El hilo de sangre que salía de su entrecejo se mezclaba con el hilo de vino que se escapaba de la botella y demostraba lo certero que había sido el disparo.
Adolfo echó un rápido vistazo, dejó caer el vaso al suelo, se dio media vuelta y se dirigió al baño. No cerró la puerta, no hacia falta, nadie lo iba a importunar. Extrajo un pequeño frasco del bolsillo y vació su contenido en la culata de la pistola. No se paró a cortar el polvo, lo esnifó de un tiro. De pronto las sirenas de los coches de policía lo inundaron todo.…
El hombre despertó de repente. El sudor descendía por la frente empapando su barbudo rostro. Se incorporó hasta quedar sentado. Tenía los parpados tan pegados que no fue capaz de abrirlos. De todos modos no necesitaba ver para darse cuenta que había dormido en el suelo. Los disparos y las sirenas aún retumbaban en su cabeza. Frotó los ojos con las mangas de la camisa. «Joder, pedazo kurda que te has agarrado anoche, Fito. Menuda pesadilla que has tenido. Puto dolor de cabeza», se dijo en voz alta. Para cuando consiguió abrir los ojos el sonido de las sirenas policiales se había hecho ensordecedor. Se tapó los oídos con las manos abiertas mientras examinaba el entorno que lo rodeaba. Los ocho fiambres que lo acompañaban y rodeaban, lo saludaron en silencio. Tres agentes irrumpieron bruscamente en el local. «Joder, pues va a ser que no lo soñé», pensó. El Zurdo se encogió de hombros. De forma instintiva y mecánica cogió la Glock del suelo e intentó levantar los brazos por encima de la cabeza.
Lo último que vio Adolfo, el Zurdo, fue el destello que salió, al unísono, de las tres armas reglamentarias.