DETALLES
Y entonces un escalofrío de repentina sorpresa me estremeció. Sin que nada ocurriera, fui consciente de haber cometido un error. Comenzaron a sudarme las manos y se me heló la sangre. Después de toda una vida entregada a la profesión, después de veinte asesinatos absolutamente impecables: ¿Qué me había ocurrido? ¿Dónde había fallado? ¿Cómo era posible? Sabía que algo había hecho mal, pero… ¿el qué? ¿En qué momento?
En un segundo vi pasar ante mí toda la secuencia del crimen: el aterrador rostro de sorpresa de la víctima, exagerado sin duda alguna, la gente se ha vuelto muy peliculera; la sangre que inundó toda la escena, excesiva tal vez, Tarantino ha hecho mucho daño a esta profesión; y el nervioso boquear del pobre mártir sabiéndose acabado, que ahogaba sus vanos gritos de… ¿protesta, sorpresa, desasosiego, desazón? No lo sé. Me hubiera gustado preguntárselo. No es bueno dejar las cosas a medias, pero entendí que no era el momento.
Sin darme tregua, repasaba cada segundo, y sin regalarme un momento de respiro, verificaba todo el orden de lo ocurrido. Veamos: estaba totalmente seguro de la ausencia de cámaras excepto, claro está, la mía propia para más tarde pulir detalles, la policía científica no encontraría ni el más mínimo rastro para cotejar mi ADN. Por supuesto, no soy un aficionado, así que ni el menor asomo de testigos. Nadie sabría nunca los motivos -no los había -, ni se encontraría jamás el arma homicida.
Y, sin embargo, en algo había fallado. En mi mente, como un fogonazo, se repetía el destello del error. Otra vez ese fogonazo. Otra vez ese destello. Pero no lo identificaba. Y esto me hacía ponerme más y más nervioso. ¿El qué, ¡el qué!, ¡¡el qué!!?
Intenté tranquilizarme. Este estado de ansiedad no iba a ayudarme en mis cavilaciones. Tal vez si conseguía dormir un rato…, pero ¡qué tontería! ¡cómo voy a dormir con este desasosiego! Es mejor seguir pensando, ahora que está reciente. Pero, nada. Qué despropósito. Esto iba a acabar conmigo.
Absorto en mi repaso de los hechos, me sobresaltaron unos golpes en la puerta. Toc toc. Supe que era la policía. La policía no toca el timbre. La policía siempre llama con los nudillos.
Como impulsado por un resorte, hice lo que tenía que hacer. No dudé un solo instante en abrir la puerta. Sabía que era la única manera en que encontraría la paz que tanto necesitaba. Y así fue. Abrí y encontré un hombre con una placa delante de mis ojos. Detrás de él había más gente -otros policías, periodistas… -, pero esos no me interesaban. De forma inmediata, con un automatismo vital, mis ojos se dirigieron a su otra mano, la mano que sujetaba una cajita.
Y entonces lo vi. Distinguí en la cajita mi cinta de video. Y fui feliz.