Miró desde el porche del viejo caserón cómo la policía se alejaba en el coche patrulla y se sintió aliviado
Sabía que volverían pronto.
Aunque revolvieron todo con una orden de registro en la mano no encontraron nada. Pero la forma de mirarle del sargento le hizo sospechar que la coartada sobre la desaparición de su adinerada esposa estaba a dos mil kilómetros de ser lo suficientemente creíble. Apenas se sostenía.
Pero sin pruebas palpables y sin un cadáver con el que imputarle el cargo de asesinato, ( que impertinentemente insinuó el agente con sus preguntas), no podrían detenerle.
Entró en la casa y de inmediato, se dirigió al sótano de la misma tarareando una vieja canción. Encendió la bombilla que colgaba del techo, tirando de una delgada cuerda hasta que se oyó un «click», y bajó las escaleras de madera al ritmo del crujir de las mismas, en un soniquete que le recordaba al ruido de hacían sus huesos al levantarse cada mañana.
Se acercó hasta el muro al fondo de la estancia y colocó las palmas de sus manos sobre el, el cemento aún estaba fresco, acercó su cara hasta que su oreja se pegó a la pared y preguntó:
-¿ Sigues ahí, querida?