Es día de la independencia. Todo es fiesta, todo es fiebre de pulque, cerveza, de mesas y sillas de aluminio que abarrotan el centro del pueblo con cientos de personas.
Yo no estoy lejos, y tengo 17 años cuando frente a la mueblería del pueblo, a punto de cerrar, un automóvil blanco se frena derrapando y de él baja un señor vestido de vaquero (con camisa con imágenes del viejo oeste abierta hasta encima del ombligo, jeans y botas), saca apurado a la que después se supo era su madre y la empuja dentro del negocio cerrando la puerta detrás de ella.
Los vienen persiguiendo, es una camioneta. Trae la música a todo volumen y adentro, en el trance de la cocaína y de los previos rituales al sacrificio, vienen emisarios de la muerte endemoniados: se ríen, se pican los ombligos, traen las quijadas trabadas y las manos calientes.
Ramiro, sudando, saca una escuadra de su espalda, “Ahora si cabrones, a lo que vinieron» les dice y dispara en 4 ocasiones, acertando una sobre el cofre. Los hombres de la camioneta no repelen, pareciera que se toman su tiempo para meditar la situación, pero realmente no tienen voluntad, están en trance, pero los demonios traen correa.
La puerta trasera se abre y de ella sale Berto, el narcotraficante de la región con un revolver en la mano.
Ramiro no dispara, se conocen y el saberse muerto lo paraliza. Berto, con paciencia y simpatía le dice avergonzado; «Hombre, Ramiro, que lastima tener que llegar a estos extremos, pero ya sabes cómo es el negocio. Si no nos encargamos al momento ya todo mundo nos va a querer tomar por imbéciles». Ramiro, cubierto en sudor, voltea a ver la puerta de acero que protege a su madre que es consolada por los pobres empleados del turno nocturno de la tienda, voltea al cielo y cae de rodillas frente a Berto. Se quiere encontrar con la muerte de frente, como esos toreros que veía en las corridas de la fiesta patronal que esperan de rodillas frente a toriles. Con toda la paz que puede tomar ve a Berto a los ojos, se persigna y le dice «Tírale puto». Un disparo fue suficiente, Berto ya ha matado antes.
No estoy muy lejos. Mi papá me llama y me dice que ya es tarde, que me vaya a casa. No obedezco. Estoy en una fiesta en el rancho de Fer, mi mejor amigo e hijo de Ramiro. El alcohol nos desinhibe. Fernando, borracho y acompañado de una narco-canción que retumba en las bocinas, sube a la silla y levantando el vaso de cerveza nos confiesa orgulloso que su tío Berto, el hermano de su padre es el mejor traficante de cocaína de la provincia, el chingón de chingones y brinda por él rematando con un Viva México. A lo lejos se escucha el disparo que mata a su padre perdiéndose entre los fuegos pirotécnicos y el ruido de la fiesta nacional.