Diez morenitos
Carmelo Giménez Bautista | Tito

Habían pasado décadas desde la última vez. Aquel desgraciado accidente del que todos y ninguno en especial tuvo la culpa, nos separó irremediablemente.
Los datos del GPS me situaron enfrente de una sala de Escape Room. Entré pensando que quizá llegaba demasiado puntual. Conmigo éramos diez, ninguno había faltado. Miradas extrañas en las que vagamente nos reconocíamos, certificaban el cruel paso del tiempo dejando atrás una belleza juvenil que ya no volvería .

Un monitor reveló el objetivo: Salir de una habitación ardiendo. La dificultad no sólo radicaba en encontrar y resolver los puzzles, sino que había que hacerlo como si se estuviera borracho y para eso la habitación contaba con pistones que la movían con el fín de simular el equilibrio característico.
No tardé en pedir explicaciones y nadie objetó. Me creí arropado en mi malestar. El amigo en común que a todos nos unía murió así.
Un mensaje nos llegó al grupo y rompió aquel silencio incómodo. «Pasemos página. Él lo habría querido así, ¿no creéis?». Todos nos miramos y no hubo que decir nada más.
El ambiente se volvió ameno enseguida. La continua inestabilidad y la dificultad de los puzzles hicieron que volviésemos a formar el grupo compenetrado de siempre.
Las pruebas no dejaban de sucederse y la dificultad nos exigía cada vez más concentración. Empezaba a dejar de ser un juego divertido.
Cuentas atrás, un calor in crescendo y varios sustos que casi acaban en desgracia nos despejaron las dudas de que allí pasaba algo raro. Cuando quise llamar al creador del grupo de wasap, no había cobertura. Tampoco los demás la tenían. El pánico y el horror empezaron a ser palpables cuando las pruebas comenzaron a dejar huella físicamente.
Yo fui el primero. Una puerta que se cerraba de golpe me rompió el tobillo. Los demás no corrieron mejor suerte, todos tenían algún miembro ensangrentado,roto o dislocado amén de la deshidratación por la incensante subida de temperatura.
Lo que parecía la última prueba por lo anacrónico de la misma presumía ser el fín a esa agonía.
Una respuesta a una adivinanza ideada por nuestro captor, abriría la puerta de salida.
«Perdón», dije entre sollozos. La puerta se abrió.
Salimos de aquel infierno, contentos pero sobre todo sedientos. Jarras de agua nos esperaban tan apetitosas como sospechosas.
Bebería yo un poco de todas,era el único sin familia. Quise resarcirme por mi amigo.
Inofensivas.
Les serví a todos un vaso con un hielo de regalo,su mirada de agradecimiento ,lo decía todo. Tardaron dos minutos en morir.
El veneno que contenía el hielo no dejaría rastro en las pruebas forenses.
La venganza por haber dejado morir a mi amigo e impedirme intentar rescatarle, quedó satisfecha.
El móvil de prepago, los wasap programados y la mala conciencia fue lo más sencillo. Crear un negocio y esperar el tiempo suficiente para no levantar sospechas, lo más duro.