De las situaciones más difíciles que debíamos enfrentar los policías era ir a la casa de alguien que hubiese muerto y dar la noticia a la familia.
Al comienzo de la mañana un chico fue encontrado muerto, había recibido varias puñaladas, luego tirado hacia el río, al que no cayó y pudo ser visto en la ribera por unos vecinos.
Hasta ahora solo se esperaba la llegada del forense y el juez para levantar el cuerpo, afortunadamente portaba documentación, lo que hizo fácil saber su dirección para informar a los suyos del infausto suceso.
Así que nos fue ordenado a nosotros, la pareja dispareja, el abuelo, el más viejo y el más joven de la comisaría, para que hiciésemos la nada agradable tarea.
Era mi primera vez y en el camino el abuelo me iba indicando la cara de congoja que debía poner, la posición de las manos y lo más importante de todo, estar preparados para la reacción que pudiese surgir, que siempre era insólita, no existían reglas, ni posibilidad real de preverla.
Para mí no sería difícil el teatro que él me explicaba, mientras me ratificaba que no había que involucrarse, que era cuestión de ver todo desde arriba como una cámara, asumirlo tal cual era, un trabajo, nada personal.
Sin embargo yo imaginaba a mis padres y hermanos escuchando algo así y un frío recorría cada parte de mi ser, por eso no sería muy ficticia la actitud a interpretar, sino que sentía profundamente el dolor que sufriría esa familia con la mala nueva.
Llegamos al edificio, era el 35, el piso el cuarto, puerta 4b, estacionamos en toda la entrada, era ya el mediodía e inmediatamente la gente que salía y entraba de las diferentes residencias nos veían disimulando, pero intentando descifrar qué hacíamos allí, la policía nunca era un buen augurio, todo lo contrario.
Nos cruzamos con dos vecinos que nos sostuvieron la puerta, por lo que pasamos directo, sin tener que avisar previamente, me temblaban las piernas sin control, el corazón se me salía, el abuelo iba inflado y enfilado como una bala. Sin esperar que yo llegase tocó al timbre.
Abrió la puerta una señora, supusimos que era la madre, al ver el uniforme sus ojos se agrandaron, las pupilas parecían que se le iban a salir, creo que igual a las mías. En su cara se reflejó lo peor, por debajo se coló un niño como de cinco años.
El abuelo soltó rápidamente lo que había ocurrido, ella se agarró de donde pudo y como pudo, parecía que se desmayaría, rompió a llorar. Nosotros la sujetamos, la llevamos dentro hasta el sofá, ella estaba sola con el pequeño.
En eso oímos, ¿qué pasa mamá?, un joven con un pan en la mano había entrado.
El rostro de ella pasó de la angustia al odio, el abuelo preguntó ¿es la familia Arribas?
Ambos, inmediatamente dijeron, ¡no!
¿Pero es el edificio 35?, ahora fuimos nosotros, los extrañados.
35 bis, espetaron fría y contundentemente…