La noche era fría y ventosa y
aunque resignado me tenía que ir a casa después de pasar una velada maravillosa con mis compañeros de Universidad.
Las horas habían transcurrido muy rápido entre anécdotas, puestas al día y comentarios sobre los profesores que nos habían dejado huella.
Prometiendo un próximo encuentro me despedí de todos y me dirigí a casa.
El camino estaba vacío a aquellas horas de la madrugada, aunque de vez en cuando se cruzaban conmigo algún borracho perdido o un gato abandonado.
Yo iba recordando el buen rato vivido cuando de repente un estruendo hirió mis oídos.
Parecía tratarse de un accidente de circulación por el chirrido de frenos.
Me encaminé hacia el lugar y al llegar me encontré con una escena dantesca.
Tirado en la carretera se encontraba un motorista herido y ensangrentado, aplastado por su moto. Y más allá un coche abandonado, con el frontal aplastado.
Inmediatamente me acerqué al motorista para comprobar si se encontraba con vida, y así era, pero estaba muy mal herido.
Llamé al 112 y a los pocos minutos aparecieron dos ambulancias, el samur y la policía municipal.
Uno de los paramédicos inmovilizó y trasladó al motorista rápidamente al hospital mientras la policía municipal procedía a interrogarme:
» ¿Ha sido usted quién ha avisado del accidente?, ¿vio como ocurrió?, cuando llegó ¿había alguien en el vehículo?
Y así una tras otra durante media hora hasta que comprobaron que no podía aportar nada más. Entonces me dijeron que podía irme pero que debía estar localizable.
Preocupado por la suerte del motorista me despedí y me fui a casa.
Y cuando estaba cerca del portal, escondido detrás de unos contenedores encontré a un chiquillo de apenas quince años, ensangrentado y malherido, que con un hilillo de voz me dijo:
» Por favor, ayúdeme».
Tras comprobar que nadie nos veía le sujeté y le introduje en el portal.
Subimos a casa en ascensor y al llegar le tumbé en mi cama. Limpié como pude sus heridas, le di un poco de agua y sopa y lo acomodé como pude.
Le pregunté que había pasado. Entre sollozos Arturo me confesó que era gran aficionado a los coches y que a veces su primo mayor le daba clases en un descampado.
Pero esa noche, sin que él se diera cuenta le quitó las llaves y se llevó el coche.
A esas horas de la madrugada no esperaba encontrar a nadie en la carretera por eso había puesto el coche a toda velocidad.
Pero al doblar una curva se encontró de lleno con una moto y no pudo reaccionar.
Asustado, al ver que el motorista no se movía, huyó del lugar y se escondió.
Y ahora, temblando, repetía una y otra vez que iba a acabar en la cárcel.
Le tranquilicé y conseguí que se quedara dormido.
Y ahora me encontraba allí, sin saber que hacer, como testigo de un accidente, del que desconocía las consecuencias, y como encubridor del autor del delito.