Dios y su sentido el humor
Juan Antonio Gámez Pérez | Enki

“Dios tiene un raro sentido del humor”.

El cielo está encapotado. La calle permanece sombría. Mi cuerpo yace boca abajo. Una fina lluvia empapa mi gabardina. Un sepulcral silencio se ciñe a mi alrededor. Mi sangre mana a borbotones, diluyéndose en un fangoso charco. Mi corazón late pausado. Hace un instante, la adrenalina poseía mi cuerpo, ahora solo me invade la calma. Mi nublada vista vislumbra mi pistola a escasos centímetros de mí. Intento alcanzarla sin éxito. Ya es demasiado tarde. Nunca he sido buena persona. Todo lo contrario. Cualquiera por muy vil que sea, puede actuar como un héroe, y la persona más cándida y bondadosa como un infame depravado. Éste es el pasatiempo preferido de Dios. El libre albedrío es su cruel capricho con el que se entretiene a diario.

Saludo al portero como otras tantas noches. El local está medio vacío, pero es un lugar discreto. Sólo una copa. Mi mujer y mi hija me esperan. Algunos piensan que soy un corrupto. Yo opino que aprovecho lo que la vida me depara. Mis actos producen nefastas consecuencias a terceras personas. Mi conciencia no tiene problema con ello.
La botella casi llega a su fin. La intensa música penetra mis oídos. La cabeza me da vueltas. Quizás, sea ya hora de volver a casa.
Salgo a trompicones del local. Una tenue lluvia cae sobre mí. Me dirijo hacia unos cubos de basura. Comienzo a vomitar. Ya no tolero el alcohol como antaño.

Unos alaridos rompen el silencio de la noche. Mi instinto hace que mi mano aferre mi arma. Mis sentidos se concentran en todo movimiento a mi alrededor. Después de una búsqueda visual, observo como un muchacho zarandea con violencia a una chica contra un coche. Ella pide ayuda entre llantos, mientras él la amenaza con un cuchillo.

Nadie acude a socorrerla. No es mi problema. Me limpio como puedo la boca de vómito. De camino a mi auto, cruzo mi mirada con la muchacha. Su aterrado rostro pide auxilio con desesperación. Decido intervenir. No sé si es por el efecto del alcohol o porque esa chica me recuerda a mi pequeña. Saco mi placa y apunto con mi pistola al muchacho. Me identifico y le ordeno que suelte el cuchillo. Sus ensangrentados ojos delatan que ha consumido algún tipo de droga. Se abalanza sobre mí amenazante. Desde esta distancia el disparo es certero. Su cuerpo desplomado cae a mis pies. Nunca debí inmiscuirme.
Guardo el arma y compruebo sus constantes vitales. La lluvia no para de caer. Su sangre se esparce a su alrededor. De repente, noto una fría punzada en mi espalda. Me giro y veo, cuchillo en mano, a la muchacha frente a mí. Su aterrado rostro ahora rezuma odio. Una nueva cuchillada penetra mi cuerpo. La miro incrédulo y tapono la herida del abdomen como puedo. Tras varios pasos, caigo de bruces al suelo.

“Dios tiene un raro sentido del humor”.