Durante el ocaso las montañas se cubren de una neblina cautivadora que provoca el frío. El humo de su pitillo, que subía haciendo volutas más arriba de las cumbres, la mantenía embelesada en sus oscuros pensamientos.
(Y la vio llegar. Había creído sus mentiras).
¿Con qué insana intención provocaron la muerte de su amada?
La verdad es que las cosas habían ido de mal en peor desde hacía un tiempo; las pérdidas se habían ido sucediendo en cascada, el mundo parecía un coche que estaba tomando una curva a toda velocidad sin saber a ciencia cierta si podría retomar otra vez la carretera, aunque fuera en otra dirección, en otro sentido.
(Dijo hola y se sentó, nerviosa).
¿Por qué la despreciaron como si fuera un trapo mugriento y maloliente?
Lo malo que tiene la sangre es esa viscosidad morbosa que hace que las suelas de los zapatos se peguen ligeramente al suelo, como si la vida que alimentaba quisiera aferrarse a ese ser que la había sacado de su calidez natural, dejando una huella indeleble en él.
(Su aliento se confundía con la niebla y el humo del cigarro… estaba cansada).
¿Tan mal había hecho las cosas?, ¿tan miserable era?
Pensó en otras formas, en otros lugares, en otras posibilidades; en una hecatombe -había muchas unidades de carbono prescindibles-. Hasta pensó en desistir, pero la decepción, el desencanto y un odio extremo tiraron de ella hacia lo inevitable.
(Su ajetreado corazón le iba a facilitar las cosas).
¿Por qué su existencia se torció de esa manera?
Ya estaba cansada de hablar, de sonreír, de perder la memoria de tanto pensar en el pasado. Y resolvió actuar como nadie esperaba que actuase, centrándose en qué arteria de todas era la más visible y efectiva para que la vida escapara rápidamente, con pocos estertores. La carótida, “adormecedora” en su querido griego. Esa la llevaría fácilmente al sueño eterno sin muchos problemas.
(Ella la miró con nostalgia, con esa dulzura mágica del azul profundo).
¿Ver morir a los que amas te ayuda a infligir la muerte con templanza?
Lo difícil era cogerla desprevenida porque necesitaba ver la arteria palpitar, necesitaba que la señal para sajar la carne fuera clara y fuerte, necesitaba no errar. Iba a pagar todo lo de todos, toda la furia, todo el llanto, todo el abandono. Le recogió el pelo para abrir paso a la cuchilla que se deslizó con suavidad, pero decididamente, sobre el pequeño montículo que sobresalía en el lado izquierdo de su cuello. La calidez del líquido la sumió en un remanso de paz y pudo precipitarse, al fin, en el negro pozo de la indiferencia y el olvido.
(Y ella se sintió desvanecer sin remedio…).…
¿Por qué sigo aquí?
No entendía las preguntas del agente. La habían estado buscando desesperadamente. Alguien les habló de su amor por las montañas, de su oscuridad, de su infinita inteligencia. De su dolor más escondido.
Subió al coche. Y dejó de vivir… aunque no pudo dejar de respirar.