Dos cosas difíciles de limpiar
Claudia López de la Fuente | La loca del cuaderno

El Londres del siglo XX era la época de las novelas oscuras, donde las rivalidades hacían que los escritores se mataran por publicar.

Oliver Porter se dirigía aquella mañana a casa de su compañero. Él era uno de esos escritores que lucía como los personajes de sus libros, con gabardina y ceño fruncido. Su amigo, William Rogers, era un escritor simpaticón, sonriente y regordete, con unos inocentes ojos que brillaban detrás de sus gafas redondas.

Ambos se sentaron, con una taza de té en la mano, a discutir un presunto plagio cometido por William.

– Usted me prometió que no pasaría. – Insistió Oliver con un notable resquemor.

– Los libros, no tienen por qué ser iguales pareciéndose. Muchas veces, los detalles marcan la diferencia. – completó su amigo excusándose.

Cuando el de la gabardina se dispuso a contestar, William se encontraba sofocado. Convulsionó en agonía hasta que se llevó las manos al cuello para caer al suelo y pasar, sus últimos momentos, luchando por vivir. Pero no pudo. Alguien le había envenenado.

Con el estruendo se acercaron todos los integrantes de la casa. Su mujer miraba el cadáver extática, y la niñera agarraba a los dos hijos. Sostenía al bebé del difunto con miedo y agarraba la mano de la niña que miraba con ojos vidriosos.

Bajo la taza de té apareció una nota escrita con letra borrosa. En ella se leía “Hay dos cosas difíciles de limpiar: la tinta y la sangre” Estaba firmado bajo el pseudónimo de “-ER”

El escritor se hizo el sorprendido mientras leía la nota. Todos en el cuarto lo miraban acusándolo.

– ¡Has sido tú! Tú lo mataste por envidia – chilló la mujer. – Oliver Porter, las dos últimas letras del nombre y apellido.

– ¿Por qué me acusa a mí? Quizá lo mató usted. – contestó el escritor – Yo jamás firmaría una carta homicida de una forma tan poco discreta.

La mujer se desesperó y cayó de rodillas a llorar al cadáver de su marido. El nudo que tenía en la garganta la impedía hablar.

– Juro que te vengaré, por todos los momentos que estuviste junto a mi y por todo lo que enseñaste a tus hijos.

El escritor observó a la niñera, que tenía el delantal mojado. Se tapaba con disimulo una mancha roja del mandil.

Ella tenía sangre, y puede que…¿veneno? Oliver se acordó de que su nombre era Romy Evans, “RE”, como bien estaba bordado en el delantal. Sus manos sudorosas no la excusaban del delito, pero en ningún momento había tocado la bebida del señor.

Finalmente, la señora Rogers se levantó del suelo y con su llanto agarró a sus hijos.

– Jacob, Emily, vámonos de aquí. No puedo soportar ver al hombre que más quiero así.

La niña corrió detrás de su madre, pero uno de sus guantes se cayó, y dejó al descubierto una mancha de tinta en su mano de blanca porcelana.

Entonces, Oliver recordó la nota. “Hay dos cosas difíciles de limpiar: la tinta y la sangre”