Dulce caída
Francisco Castro Legaspi | Pibe

Cuando llegó la policía era un mediodía sofocante del tórrido verano hispalense. Soplaba el viento de Levante y por las ventanas del tercer piso, donde hasta esa mañana había vivido Jaime, todavía entraba el olor a masa frita típica de los churros que tanto le gustaban.
Una vez por semana bajaba a comprarlos y siempre los acompañaba con una taza de ese chocolate espeso que, al mojarlos, le imprimía una película pastosa. En la boca se le fundían los sabores dulces, salados y amargos de la mezcla de las dos texturas. Era su placer semanal.
Desde el accidente sólo recorría las diferentes estancias de su piso adaptado para su silla de ruedas. La cocina y el salón eran un solo espacio: grande, diáfano, con muy pocos muebles. En su dormitorio la cama, el armario y poco más. Asomarse al balcón era su pasatiempo y ver el trasiego de gente pasar por la calle su entretenimiento favorito.
Sin embargo, para su vecino de abajo el chirriar de las ruedas era insoportable y los gritos e insultos, por parte de este energúmeno, habían ido subiendo de tono. En el edificio no había ninguna persona que lo apreciara, más bien todo lo contrario. Aunque al mismo nivel del desprecio que le tenían se le igualaba el del miedo. Y, por eso, nadie quiso declarar en su contra.
Un escrito anónimo alertó a la policía sobre este personaje. Le tomaron declaración y lo detuvieron 48 horas, pero lo soltaron por falta de pruebas que lo implicasen en el asesinato de Jaime. Pasados unos meses la policía dejó de investigar. La hipótesis que intentaron probar entonces fue la del suicidio, aunque nunca lo consiguieron.
Poco tiempo después el piso de Jaime se vendió y al cabo de unos cuantos años la nueva propietaria hizo obras para remodelarlo. En el contra fondo de un cajón de la cocina aparecieron cartas de amor dirigidas a Jaime por un tal Carlos. La policía reabrió la investigación y consiguieron localizarlo: era su vecino del cuarto. Estaba en una residencia casi ciego por el glaucoma y con la salud muy deteriorada.
Él fue quien resolvió el enigma de la muerte de Jaime: se habían enamorado por carta. Las que dejaba Jaime en su buzón cuando bajaba a por los churros. Y por las que le deslizaba Carlos, con una cuerda, desde su balcón. Era un secreto que llevaban guardando durante mucho tiempo.
Ese fatídico día el viento hizo que la carta, enganchada al final del cordel, se fuese separando del parapeto. Jaime, con el afán de cogerla, se estiró sobre la barandilla, perdió el equilibrio y cayó.
Carlos pudo escuchar el golpe del cuerpo contra el techo de chapa del carrito de los churros. Ya no veía bien, pero pudo oír los gritos de quienes pasaban por allí. Recogió rápidamente la cuerda y quemó todas las cartas de quien fuera el amor de su vida.
El desasosiego y el remordimiento lo perturbaron hasta el día de su muerte.